Por Boaventura de Sousa Santos *
El modo en que los grandes medios de comunicación trataron dos acontecimientos de las últimas semanas –el Foro Económico Mundial de Davos y el Foro Social Temático de Porto Alegre– es revelador de los intereses que hoy controlan a la opinión pública mundial. El primero mereció atención, pese a que nada nuevo se discutió allí: sólo análisis gastados sobre la crisis europea y la misma insistencia en rumiar sobre los síntomas de la crisis, ocultando sus verdaderas causas. El segundo fue completamente omitido, pese a que se discutieron los problemas que condicionan en forma decisiva nuestro futuro: el cambio climático; el acceso al agua; la calidad y la cantidad de los alimentos disponibles ante las plagas del hambre y la desnutrición; la justicia ambiental; los bienes comunes de la humanidad y la validez de los conocimientos populares, no eurocéntricos, en la búsqueda de justicia ambiental. La selectividad de los medios muestra con claridad los riesgos que corremos cuando la opinión pública se reduce a la opinión que se publica.
El Foro de Porto Alegre se propuso discutir Río+20, es decir, la Conferencia de la ONU sobre desarrollo sustentable que se realizará en junio en Río de Janeiro, veinte años después de la primera Conferencia de la ONU sobre el tema, también realizada en Río, una conferencia pionera en alertar sobre los problemas ambientales que enfrentamos y sobre las nuevas dimensiones de injusticia social que acarrean. Los debates tuvieron dos vertientes principales. Por un lado, el análisis crítico de los últimos veinte años y de los documentos preparatorios de la conferencia. Por otro lado, la discusión de las propuestas que se presentarán en la Cumbre de los Pueblos, una conferencia de organizaciones de la sociedad civil que se realiza en paralelo a la Conferencia Intergubernamental de la ONU.
- Río+20: las críticas. Hace veinte años, la ONU tuvo un rol importante al alertar sobre los peligros que corre la vida humana y no humana si el mito del crecimiento económico indefinido continúa dominando las políticas económicas y si el consumismo irresponsable no es controlado: el planeta es finito, los ciclos vitales de reposición de los recursos naturales están siendo destruidos y la naturaleza “se vengará” con cambios climáticos que pronto serán irreversibles y afectarán de modo especial a los más pobres, añadiendo nuevas dimensiones de injusticia social a las muchas que ya existen. Los Estados parecieron tomar nota de estas advertencias y se realizaron muchas promesas bajo la forma de convenios y protocolos. Las multinacionales, grandes agentes de la degradación ambiental, parecían haber quedado bajo vigilancia.
Lamentablemente, ese momento de reflexión y esperanza pronto se desvaneció. El resultado se refleja en los documentos preparados por la ONU para la Conferencia Río+20. Allí se recopila información importante sobre las innovaciones en cuidado ambiental, pero las propuestas que se formulan –resumidas en el concepto de “economía verde”— son escandalosamente ineficaces y hasta contraproducentes: convencer a los mercados (siempre libres, sin restricciones) sobre las oportunidades de lucro que ofrece invertir en el medio ambiente, calculando los costos ambientales (externalidades) y atribuyendo valor mercantil a la naturaleza. En el mundo de fantasía donde se mueven estos documentos, las “fallas del mercado” se deben sólo a la falta de información y, una vez que sea superada, no faltarán inversiones e innovaciones “verdes”. Es decir, no hay otra manera de relacionarnos entre los seres humanos y con la naturaleza que no sea a través del mercado y la búsqueda del lucro individual. Una orgía neoliberal que, partiendo del Norte, ahora parece propagarse a los países emergentes.
- Cumbre de los Pueblos: las propuestas. Paralelamente a la Conferencia de la ONU, la sociedad civil organiza en Río la Cumbre de los Pueblos y es ahí donde podemos depositar alguna esperanza. Los debates preparatorios en Porto Alegre permitieron vislumbrar las líneas fuertes de las alternativas que se presentarán y sobre las que habrá que presionar para que entren en las agendas políticas nacionales e internacionales.
Primero, la centralidad y la defensa de los bienes comunes de la humanidad como respuesta a la mercantilización, privatización y financierización de la vida, implícita en el concepto de “economía verde”. Los bienes comunes de la humanidad son bienes producidos por la naturaleza o por los grupos humanos, a nivel local, nacional o global, que deben ser de propiedad colectiva, a diferencia de lo privado y lo público (estatal), aunque le compete al Estado cooperar en la protección de los bienes comunes. La primera mujer en ganar el Premio Nobel de Economía, Elinor Ostrom, ha dedicado toda su obra al análisis de la diversidad de medios de gestión de los bienes comunes, siempre salvaguardando el principio de que el derecho a estos bienes es igual para todos. Los bienes comunes son el contrapunto del desarrollo capitalista y no sólo su anexo, como ocurre con el concepto de “sustentabilidad”. Y más allá del uso individual de los bienes comunes, teorizado por Ostrom, hay que tener en cuenta los usos colectivos de las comunidades indígenas y campesinas. Entre los bienes comunes están el aire y la atmósfera, el agua, los acuíferos, ríos, océanos, lagos, las tierras comunales o ancestrales, las semillas, la biodiversidad, los parques y las plazas, el lenguaje, el paisaje, la memoria, el conocimiento, el calendario, Internet, HTML, los productos distribuidos con licencia libre, Wikipedia, la información genética, las zonas digitales libres, etc. Los bienes comunes presuponen derechos comunes y derechos individuales de uso temporal. Algunos de estos bienes pueden exigir o tolerar algunas restricciones al uso común e igualitario, pero deben ser excepcionales y también temporales. El agua comienza a ser vista como el bien común por excelencia, y las luchas contra su privatización en varios países son las que han tenido más éxito, sobre todo cuando se combinan luchas campesinas con luchas urbanas.
Segundo, el pasaje gradual de una civilización antropocéntrica a una civilización biocéntrica, lo que implica reconocer los derechos de la naturaleza; redefinir el buen vivir y la prosperidad de modo que no dependan del crecimiento infinito; promover energías verdaderamente renovables (no incluyen a los agrocombustibles) que no impliquen el desalojo de campesinos e indígenas de sus territorios; diseñar políticas de transición para los países cuyos presupuestos dependen excesivamente de la extracción de materias primas, ya sean minerales, petróleo o productos agrícolas de monocultivo, con precios controlados por las grandes empresas monopólicas del Norte.
Tercero, defender la soberanía alimentaria, el principio de que, en la medida de lo posible, cada comunidad debe tener control sobre los bienes alimentarios que produce y consume, acercando a consumidores y productores, defendiendo la agricultura campesina, promoviendo la agricultura urbana, de tiempos libres, prohibiendo la especulación financiera con productos alimentarios. La soberanía alimentaria, junto con la idea de los bienes comunes, exige la prohibición de la compra masiva de tierras (sobre todo en Africa) por parte de países extranjeros (China, Japón, Arabia Saudita, Kuwait) o multinacionales (el proyecto de la surcoreana Daewoo de comprar 1,3 millón de hectáreas en Madagascar), en busca de reservas alimentarias.
Cuarto, un vasto programa de consumo responsable que incluya una nueva ética del cuidado y una nueva educación para el cuidado y el compartir: la responsabilidad ante los que no tienen acceso a un consumo mínimo para garantizar la supervivencia; la lucha contra la obsolescencia artificial de los productos; la preferencia por los productos producidos por las economías sociales y solidarias basadas en el trabajo y no en el capital, en el florecimiento personal y colectivo y no en la acumulación infinita; la preferencia por consumos colectivos y compartidos siempre que sea posible; mayor conocimiento sobre los procesos de producción de los productos de consumo, para que se pueda rechazar el consumo de productos realizados a costa del trabajo esclavo, la expulsión de campesinos e indígenas, la contaminación de aguas, la destrucción de sitios sagrados, la guerra civil, o la ocupación de tipo colonial.
Quinto, incluir en todas las luchas y en todas las propuestas de alternativas las exigencias transversales de profundización de la democracia y de lucha contra la discriminación sexual, racial, étnica, religiosa, y contra la guerra.
* Doctor en Sociología del Derecho.
Traducción: Javier Lorca.
Fuente:Diario Página/12
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