The
Economist usa el término “socialismo millennial” debido a que 51 por
ciento de los estadounidenses de 18 a 29 años tiene una visión positiva
del socialismo. Existe una creciente insatisfacción con el sistema
capitalista en el mundo occidental. En ese contexto, se verifica el
fenómeno del aumento de la atracción popular del socialismo en países
del Primer Mundo. El socialismo vuelve a aparecer porque ha formado una
crítica incisiva de lo que ha ido mal en las sociedades occidentales
Imagen: Alfredo Argento
Una
dificultad en resolver la grieta es que se la toma como una cuestión
nacional. The Economist en la edición del 14 de febrero demuestra que
grietas como la argentina o la brasileña son sólo una pequeña expresión
de una grieta mucho mayor: la creciente insatisfacción con el sistema
capitalista en el mundo occidental. Bajo el título “El crecimiento del
socialismo millennial”, la tradicional revista procura entender el
fenómeno del aumento de la atracción popular del socialismo en países
del Primer Mundo, particularmente en Estados Unidos.
Hace
treinta años, cuando cayó el Muro de Berlín, “el capitalismo había
ganado y el socialismo se convirtió en sinónimo de fracaso económico y
opresión política”, se afirma en el artículo. Pero hoy “el socialismo
está de moda nuevamente” en referencia a nuevos líderes políticos como
Alexandria Ocasio-Cortez que califica como “una sensación” y Jeremy
Corbyn en Gran Bretaña.
Para The Economist: “El socialismo vuelve a aparecer porque ha
formado una crítica incisiva de lo que ha ido mal en las sociedades
occidentales. Mientras que los políticos de la derecha han abandonado
con demasiada frecuencia la batalla de las ideas y se han retirado hacia
el chovinismo y la nostalgia, la izquierda se ha centrado en la
desigualdad, el medio ambiente y la forma de otorgar poder a los
ciudadanos en lugar de a las elites”.
Visión positiva
The Economist aplica el término “socialismo millennial” debido a que
51 por ciento de los estadounidenses de 18 a 29 años tienen una visión
positiva del socialismo y a casi un tercio de los votantes franceses
menores de 24 años en las elecciones presidenciales de 2017 votaron por
el candidato duro de izquierda. Observa que, en 2018, entre los
demócratas y los independientes con tendencia a los demócratas, las
visiones positivas del socialismo y del capitalismo eran 55 y 45 por
ciento, respectivamente, cuando en 2010 eran básicamente iguales. Lo que
The Economist encuentra en común entre los seguidores actuales del
socialismo es considerar que la desigualdad de riqueza en el capitalismo
actual está fuera de control y que la economía está manipulada en favor
de intereses creados, por medio de lobbying, burocracias y empresas en
una economía que ya no sirve a los intereses de la gente común.
Aunque encuentra que la moderna izquierda es una coalición amplia y
fluida, afirma que “algo de esto está fuera de discusión, incluida la
condenación del lobbying y la negligencia del medio ambiente. La
desigualdad en Occidente se ha disparado en los últimos 40 años”.
También acepta que algunos de “los objetivos socialistas milenarios no
son particularmente radicales”, como la demanda de “atención universal
de salud”.
No obstante, si bien considera que parte del diagnóstico de los
nuevos socialistas está equivocado, sostiene que “el verdadero problema
radica en sus prescripciones, que son perversas y políticamente
peligrosas. La visión socialista millenial de una economía
‘democratizada’ difunde el poder regulatorio en lugar de concentrarlo”.
Fundamentalmente, apunta a la propuesta de sus voces más radicales que
proponen que se incorporen trabajadores en las mesas directivas de las
empresas e, incluso, que se distribuyan acciones de las empresas a los
trabajadores.
Por eso, The Economist es terminante en su conclusión sobre el
“socialismo millennial”: “Al igual que el socialismo de antaño, adolece
de una fe en la incorruptibilidad de la acción colectiva y de una
sospecha injustificada del empuje individual. Los liberales deberían
oponerse”.
Desigualdad
El problema con la conclusión de The Economist es que deja la grieta
abierta porque no presenta una alternativa para solucionar lo que acepta
“ha ido mal en las sociedades occidentales” desde que cayó la Unión
Soviética. Los datos de concentración de riqueza desde la caída del
socialismo soviético, tanto a nivel interno de cada país como a nivel
global, son espeluznantes.
El World Inequality Report 2018, elaborado por Thomas Piketty y sus
colaboradores, luego de constatar que la desigualdad avanzó en todo el
mundo desde principios de los años 1980, afirma que este aumento se
verificó “a diferentes velocidades, lo que sugiere que las instituciones
y las políticas son importantes para moldear la desigualdad”. Así,
efectivamente, el acceso a servicios públicos como salud, educación y
jubilación de forma gratuita y universal, ayudan a mitigar los impactos
de la desigualdad. Así, afirma que el 1 por ciento más rico y el 50 por
ciento más pobre registraron mayores ingresos entre 1980 y 2016, aunque
los primeros tuvieron el doble de aumento del que recibieron los
segundos. Mientras tanto, el 49 por ciento del medio quedó exprimido,
sin ganancias significativas.
En 2018, el informe de la OCDE sobre la creciente brecha en la
distribución del ingreso presenta similar constatación: “la brecha entre
ricos y pobres está en su punto más alto en 30 años, el 10 por ciento
más rico gana 9,6 veces más que el 10 por ciento más pobre, en otras
palabras: pocos ganan mucho y muchos ganan poco (…) La desigualdad ha
alcanzado niveles altos y la situación se agrava cada vez más. En la
década de 1980, el 10 por ciento más rico de la población de los países
de la OCDE ganaba siete veces más que el 10 por ciento más pobre. Ahora
gana cerca de 10 veces más”. También expresa claramente que “es
importante que los gobiernos no duden en utilizar impuestos y
transferencias para moderar las diferencias en ingresos y patrimonio”.
Tecnología
Paul Krugman, en su columna en el New York Times del 28/12/2018, “El
caso de una economía mixta”, sostiene que si el socialismo histórico al
estilo soviético fracasó, tanto en su modelo político autoritario, como
en su ineficiente economía, no hay razones para despreciar la ampliación
de la actuación del Estado en generación de ciertos bienes y servicios
públicos. Escribió el ganador del premio Nobel: “De hecho, hay algunas
áreas, como la educación, donde el sector público claramente se
desempeña mejor en la mayoría de los casos, y otras, como la atención de
la salud, en donde el argumento en favor de la empresa privada es muy
débil. Juntos estos sectores, son bastante grandes. En otras palabras,
aunque el comunismo fracasó, todavía hay un argumento bastante válido
por una economía mixta, con un componente importante, aunque no
mayoritario, de propiedad/control público en esta combinación.
Rápidamente, por lo que sabemos sobre el desempeño económico, podría
imaginarse manejando una economía bastante eficiente que solo es 2/3
capitalista, 1/3 de propiedad pública, es decir, en cierta manera
socialista”.
La impresión que surge es que lo que buscan las nuevas generaciones
más simpáticas al “socialismo” es poder vislumbrar un futuro en un mundo
donde el cambio tecnológico rompe rápidamente las relaciones laborales
tradicionales y apuntan a la precariedad de los vínculos mercantiles
heredadas de la gran industrialización que se extendió por todo el mundo
entre el final del siglo XVIII y la segunda mitad del siglo XX. En
particular, la nueva generación que llega a edad adulta no confía que
los mercados podrán garantizar la cohesión social en un planeta con 10
mil millones de personas para el año 2050, bajo acuciantes problemas
ambientales y la incapacidad de absorción de trabajadores que se van
quedando excedentes por las nuevas tecnologías derivadas de la
combinación de la propagación de la inteligencia artificial con la
robótica.
El mencionado informe de la OCDE afirma que “los jóvenes representan
el grupo etario más afectado: 40 por ciento tienen empleos no
estandarizados y cerca de la mitad de todos los trabajadores temporales
son menores de 30 años de edad”. Empleos en los cuáles las condiciones
laborales “suelen ser precarias e inadecuadas, y pueden entrampar a los
trabajadores situados en la parte inferior de la escala. De los
empleados con contratos temporales en un año determinado, menos de la
mitad tenía contratos permanentes de tiempo completo tres años después”.
Para peor, también sostiene que, en el largo plazo, la concentración de
riqueza también perjudica la economía en general: “Cifras de la OCDE
muestran que el aumento de la desigualdad observado entre 1985 y 2005 en
19 países pertenecientes a la Organización rebajó en 4,7 puntos
porcentuales el crecimiento acumulado entre 1990 y 2010”. Así,
retornando al análisis del The Economist, la cuestión no es simplemente
la desigualdad en la distribución de riqueza. El problema es que la gran
mayoría de la población mundial -incluido Estados Unidos- no consigue
tener niveles mínimos de vida.
De “izquierda” a “derecha”
A esto se suma otro problema que está presente en quienes manifiestan
rechazo universal “a la izquierda”. Como The Economist expresa, el
“socialismo millennial” es un grupo muy amplio y genérico. Como se sabe,
en política la expresión “izquierda” surgió durante la ebullición de la
Revolución Francesa porque en la Asamblea representativa que fue
empujando la caída de la monarquía, los que incitaban por reformas más
radicales se encontraban a la “izquierda” y los más conservadores del
antiguo régimen, a la “derecha”.
A partir de ahí se fue adoptando el uso “izquierda” y “derecha”
universalmente para distinguir grupos políticos más radicales de los más
conservadores y, por ende, también “el centro”. Pero en sí, “izquierda”
y “derecha” no son proyectos o programas políticos. Además, su
identificación depende del contexto histórico. Por ejemplo,
Republicanismo o movimientos nacionales en el siglo XIX se identificaba
con de “izquierda”. Actualmente, pocos los verían así. La gama de
movimientos de “izquierda” en la historia es muy amplia y variada.
El socialismo y el comunismo constituyen dos propuestas totalmente
radicales de modificación del orden existente porque apuntan a terminar
con él, es decir, con el capitalismo. El punto clave es que los medios
de producción sean de propiedad colectiva y no más privada. La única
“izquierda” socialista y/o comunista es la que propugna esa
transformación.
Toda propuesta de sociedad es válida si ésta lo desea implementar.
Pero si ese no es el caso, agrupar indistintamente como “izquierda”
cualquier reclamo contra lo que The Economist encuentra que “está fuera
de discusión”, incluyendo la constatación que “la desigualdad en
Occidente se ha disparado en los últimos 40 años”, ¿significa que no hay
más opción en el capitalismo que el neoliberal extremo? No es así, las
demás “izquierdas” que proponen, por ejemplo, “atención universal de
salud”, son disputas políticas dentro del sistema capitalista. La mayor
parte de las personas que apuntan a ese tipo de transformaciones, lejos
de ser anticapitalistas procuran poder ser parte de él teniendo acceso a
niveles aceptables de consumo.
Estado
Incluso, la actual liviandad irritativa de calificar de “izquierda”
todo reclamo contra la creciente expulsión del acceso al consumo y
mínimo nivel de calidad de vida por parte de la recalcitrante “derecha”,
la está llevando a señalar despectivamente como de “izquierda”
instituciones y arreglos sociales que han sido inventados por el
capitalismo, precisamente, para sobrevivir a por su dinámica de
concentrar riqueza y expulsar trabajadores: Estado regulador, leyes de
protección laboral, seguridad social, jubilaciones, limitación de
monopolios y oligopolios, control de trusts y cárteles, organizaciones
sindicales.
Nada de esto es invención de la “izquierda”, sino de la “derecha”.
En su clásica obra La Gran Transformación, Karl Polanyi apuntaba al
“doble movimiento” histórico del capitalismo, desde su inicio, que
primero empuja por la “liberación de los mercados” y, después, avanza en
sentido contrario, en el cual instaura un movimiento para proteger la
sociedad de los efectos más nocivos de la sociedad de mercado.
Keynes en el último capítulo de la Teoría General también constató
esto: “Las fallas sobresalientes de la sociedad económica en la que
vivimos son su incapacidad para garantizar el pleno empleo y su
distribución arbitraria e inequitativa de la riqueza y los ingresos”.
Keynes proponía resolver estas fallas por medio de políticas estatales,
como tributación progresiva, protecciones sociales y limitaciones
parciales a ciertas actividades (en especial, la renta y las bolsas
financiera). Así sostiene: “creo que existe una justificación social y
psicológica para las desigualdades significativas de ingresos y riqueza,
pero no para las grandes disparidades que existen hoy en día. Existen
actividades humanas valiosas que requieren el motivo de la creación de
dinero y el entorno de la propiedad privada de la riqueza para su plena
realización”.
Más allá de estos límites, Keynes considera que su teoría “es
moderadamente conservadora en sus implicaciones. Porque “si bien indica
la importancia vital de establecer ciertos controles centrales en
asuntos que ahora se dejan principalmente a la iniciativa individual,
hay amplios campos de actividad que no se ven afectados … no hay un caso
obvio para un sistema de socialismo de Estado que abarque la mayor
parte de la vida económica de la comunidad. No es la propiedad de los
instrumentos de producción lo que es importante que el Estado asuma”.
Pero como expresara John K. Galbraith, “para mucha gente no hay mucha
diferencia entre Keynes y un comunista”. Y para James Meadway, asesor
de John McDonnell, el canciller en la sombra de Corbyn, según expone The
Economist, “el keynesianismo no es suficiente” en medio de la brecha:
el “socialismo millennial”.
* Profesores de la Universidad Federal de Río Grande del Sur, Brasil.
Fuente:Pagina/12
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