Por Claudio Scaletta
La
principal explicación de la inflación para los economistas heterodoxos
es la puja distributiva. Existen, por supuesto, múltiples causas
concomitantes en diversos contextos, desde el derrame de precios
internacionales hasta, si se quiere agregar un factor monetario
–herejía–, las bajas tasas de interés. Pero la explicación principal, de
fondo, es la lucha por el reparto del ingreso generado en el momento de
la producción. Por eso, precisamente, el aumento generalizado de
precios suele ser un fenómeno asociado al crecimiento económico. Y por
eso la deflación es propia de las recesiones. Ello es así porque el
crecimiento supone una mayor demanda en el mercado de trabajo, el
principal factor de empoderamiento de los trabajadores, organizados o
no.
Un ortodoxo sagaz preguntará inmediatamente qué pasó, por ejemplo,
en 2012, cuando el crecimiento se estancó pero la inflación no. La
respuesta es sencilla: los trabajadores no perdieron su poder de
negociación. La puja distributiva no se detuvo. Los procesos sociales,
económicos, tienen inercia; no son automáticos.
Regresando al principio, entonces, cuando la economía crece aumenta
la demanda de trabajo y, por lo tanto, antes o después, suele aumentar
su precio. Visto desde el empleador ello significa mayores costos, los
que, por lo general, se trasladan al precio final del producto. Este es
el ciclo en estado puro. En el medio ocurren fenómenos múltiples
vinculados a poderes relativos, desde la capacidad de negociación de
algunos gremios a la concentración de algunos mercados. Pero, de nuevo,
son fenómenos acotados y concomitantes. Por ejemplo, puede haber
ampliación de la tasa de ganancia vía remarcación en un momento acotado
del tiempo, pero la tasa de ganancia es un promedio social, no la
determina un remarcador individual ni ocurre, por mucho tiempo, sólo en
un mercado particular. En consecuencia, no es la remarcación en mercados
oligopólicos lo que explica la inflación, como se sostiene en algunas
facultades latinoamericanas.
El mercado es un ámbito de disputa donde hay actores con distinta
capacidad para imponer su voluntad. El que tiene más poder seguramente
se llevará una porción mayor del ingreso, pero lo que no puede hacer vía
precios es aumentar sus ingresos constantemente. Los empresarios no son
los únicos responsables de la inflación. No se trata de un fenómeno de
empresarios remarcadores malos, así como tampoco lo es de gremios
voraces abusando de su remozado poder de negociación. No hay nada peor
para el análisis económico –y esto debería repetirse hasta el infinito–
que la división entre buenos y malos. Lo que hay es un mercado con
diferentes actores con distinto poder, pero también un regulador,
efectivo o potencial: el Estado. Cada una de estas partes cumple su
función en los aumentos de precios.
Empezando por el principio. Los salarios no pueden tener aumentos
reales de, por ejemplo, el 25 por ciento todos los años sin –por decirlo
de alguna manera– violentar los principios que sustentan un modo de
producción que no depende de un solo país. En mayor o menor medida,
dependiendo del contexto macroeconómico, ese aumento será trasladado a
precios y licuado total o parcialmente. Un sindicalista que diga estar
preocupado por la inflación no puede, al mismo tiempo, demandar aumentos
salariales del 30 por ciento en paritarias. Salvo, claro, que su
objetivo sea desestabilizar el proyecto político. Abundan los ejemplos.
No alcanza el argumento de recuperar lo perdido en el ciclo anterior.
Niveles de aumentos de salarios por encima de su productividad durante
períodos sucesivos retroalimentan el ciclo inflacionario.
En paralelo, el poder de mercado del sector empresario inducirá
intentos de recuperar ingresos más allá de los aumentos nominales de
salarios, avanzando incluso sobre la parte que corresponde a mejoras por
productividad, tarea que se simplifica en períodos de expansión y alta
inflación, dada la menor resistencia social para convalidar precios más
altos.
Para evitar esta dinámica, la tarea del regulador se vuelve central.
Si el Estado no interviene ni en paritarias ni en el control de
precios, el proceso inflacionario seguirá naturalmente y revaluará la
moneda. En determinado momento, aparecerá la alternativa de la
devaluación, acción que ajustará de manera inmediata las pujas
distributivas precedentes, no precisamente en favor de los asalariados.
Si se insiste en no revaluar, se harán necesarias entonces las
restricciones cambiarias. Cualquiera sea el caso, el proceso no puede
durar para siempre.
Aunque abunden los ejemplos locales de la dinámica descripta, se
trata de un fenómeno universal. Su solución no requiere originalidad.
Las opciones principales son dos:
- La primera es un pacto social, o como quiera llamársele, entre los
representantes de los asalariados y los empleadores para encauzar la
puja entre salarios y precios. Como se trata de conciliar intereses y
poderes contrapuestos, es una tarea del regulador, de la política. La
actual dispersión en la representación de los trabajadores dificulta
este camino. Frente a esta limitación, el Gobierno optó por el control
de precios en las grandes bocas de distribución minorista. Más allá de
la escasa efectividad en la gestión de estas medidas en el pasado,
parece una alternativa lógica. Se trata de generar expectativas de
menores aumentos para evitar desbordes desestabilizadores en las
paritarias. La tarea no es sencilla, pero dentro del actual proyecto
político la búsqueda, por distintos caminos, de este pacto aparece como
la mejor opción. Vale insistir en que los controles de precios solos,
suponiéndolos más eficientes, no alcanzan; también es necesario sentar a
la mesa a los sindicatos. Otra vez aparece el problema del poder, en
este caso el del Estado para disciplinar a todos los actores.
- La segunda receta también es conocida, es la que más se aplicó a
lo largo de la historia económica local: el ajuste y la recesión. Mayor
desempleo, caída del poder de negociación de los asalariados y fin de
las presiones sobre los precios
Fuente: Suplemento Cash Pagina/12
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