Por Teodoro Boot
“El
mundo colonizado es un mundo cortado en dos –dice Frantz Fanon en Los condenados de la tierra–. La línea
divisoria, la frontera, está indicada por los cuarteles y las delegaciones de policía.
En las colonias, el interlocutor válido e institucional del colonizado, el
vocero del colono y del régimen de opresión, es el gendarme o el soldado. En
las sociedades de tipo capitalista, la enseñanza, religiosa o laica, la
formación de reflejos morales trasmisibles de padres a hijos, la honestidad
ejemplar de obreros condecorados después de cincuenta años de buenos y leales
servicios, el amor alentado por la armonía y la prudencia, esas formas
estéticas del respeto al orden establecido, crean en torno al explotado una
atmósfera de sumisión y de inhibición que aligera considerablemente la tarea de
las fuerzas del orden. En los países capitalistas, entre el explotado y el
poder se interponen una multitud de profesores de moral, de consejeros, de ‘desorientadores’.
En las regiones coloniales, por el contrario, el gendarme y el soldado, por su
presencia inmediata, sus intervenciones directas y frecuentes, mantienen el
contacto con el colonizado y le aconsejan, a golpes de culata o incendiando sus
poblados, que no se mueva. El intermediario del poder utiliza un lenguaje de
pura violencia. El intermediario no aligera la opresión, no hace más velado el
dominio. Los expone, los manifiesta con la buena conciencia de las fuerzas del
orden. El intermediario lleva la violencia a la casa y al cerebro del
colonizado”.
“El
mundo colonial es un mundo en compartimientos”, insiste Fanon. “La zona
habitada por los colonizados no es complementaria de la zona habitada por los
colonos. La ciudad del colono es una ciudad dura, toda de piedra y hierro. Es
una ciudad iluminada, asfaltada, donde los cubos de basura están siempre llenos
de restos desconocidos, nunca vistos, ni siquiera soñados. (…) Las calles de su
ciudad son limpias, lisas, sin hoyos, sin piedras. La ciudad del colono es una
ciudad harta, perezosa, su vientre está lleno de cosas buenas permanentemente.
La ciudad del colono es una ciudad de blancos, de extranjeros. La ciudad del
colonizado, o al menos la ciudad indígena, la ciudad negra, la ‘medina’ o
barrio árabe, la reserva, es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala
fama, allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en
cualquier parte, de cualquier cosa. Es un mundo sin intervalos, los hombres
están unos sobre otros, las casuchas unas sobre otras. La ciudad del colonizado
es una ciudad hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón,
de luz. La ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de
rodillas, una ciudad revolcada en el fango. Es una ciudad de negros, una ciudad
de boicots. La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una
mirada de lujuria, una mirada de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos de
posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es
posible con su mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo ignora
cuando, sorprendiendo su mirada a la deriva, comprueba amargamente, pero
siempre alerta: ‘Quieren ocupar nuestro lugar.’ Es verdad, no hay un colonizado
que no sueñe cuando menos una vez al día en instalarse en el lugar del colono”.
Los condenados de la
tierra
fue publicado en 1961, el mismo año en que Frantz Fanon, militante del Frente
de Liberación Nacional de Argelia nacido en Martinica, agonizaba de cáncer.
Prologado por Jean Paul Sartre, fue un texto de lectura obligada entre los
militantes anticolonialistas del Tercer Mundo y las izquierdas
antiimperialistas latinoamericanas.
En
Latinoamérica, sin embargo, el panorama social y cultural tan franca y
brutalmente trazado por Fanon debía ser “interpretado”: excepto en los “guetos”
indígenas o negros, más o menos extendidos en los distintos países, “ese mundo
en compartimientos, ese mundo cortado en dos (…) habitado por especies
diferentes” no saltaba a la vista con tanta claridad.
“La
originalidad del contexto colonial –insistía Fanon– es que las realidades
económicas, las desigualdades, la enorme diferencia de los modos de vida, no
llegan nunca a ocultar las realidades humanas. Cuando se percibe en su aspecto
inmediato el contexto colonial, es evidente que lo que divide al mundo es
primero el hecho de pertenecer o no a tal especie, a tal raza. En las colonias,
la infraestructura es igualmente una superestructura. La causa es consecuencia:
se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico”.
Aun
conservando su vigencia de fondo, lo que en las colonias de Argelia, Nigeria,
Mozambique, Angola, Sudáfrica era así de evidente, se desdibujaba en las
semicolonias latinoamericanas hasta desaparecer casi por completo en nuestro
país. Desde finales del siglo XIX expurgada de guetos negros y con pueblos
indígenas reducidos a su mínima expresión, la Argentina de los 60 y 70
aún podía alardear de uno de los mayores índices de igualdad económica e
integración social del planeta: el mundo descripto por Fanon no estaba a la
vista y debía rastrearse en las diferentes tradiciones histórico‑culturales, en
las antagónicas tradiciones de los sectores políticos enfrentados, presentes en
la coalición bienpensante enfrentada al yrigoyenismo, en la Unión Democrática
antiperonista, en el acelerado proceso de nacionalización de las jóvenes
generaciones del 60 y 70. Para cualquiera que supiera mirar, Fanon estaba ahí, en
la “chusma radical”, el “aluvión zoológico”, los “cabecitas negras”, explicando
las extravagantes conductas de los sectores políticos de una Argentina en la
que la “izquierda” nunca vaciló en sumarse a la más rancia oligarquía y las
autodenominadas y denominadas “derechas” ocuparon frecuentemente las líneas de
vanguardia de la izquierda más radicalizada. Pero en su funcionamiento, la
sociedad argentina, aun con sus contradicciones y jerarquías, no parecía
reflejarse en las categorías de Fanon.
De
entonces a esta parte, mientras a tenor de la modernidad y la gradual
globalización, Fanon iba desapareciendo de las bibliotecas políticas y era
considerado obsoleto en las cátedras universitarias, la situación económica y
social americana y, en particular argentina, se africanizaba a pasos acelerados
hasta tal punto que Fanon es tan apropiado para entender el funcionamiento de cualquier
gueto de cualquier arrabal de nuestras ciudades como el de la Casbah cuando sostiene que
“Al nivel de los individuos, asistimos a una verdadera negación del buen
sentido. Mientras que el colono o el policía pueden, diariamente, golpear al
colonizado, insultarlo, ponerlo de rodillas, se verá al colonizado sacar su
cuchillo a la menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el
último recurso del colonizado es defender su personalidad frente a su igual.”
En
los 80, la sistemática desarticulación de los mecanismos de integración
económica, social y cultural efectuada por la dictadura sorprendió al flamante
gobierno alfonsinista con los primeros síntomas visibles del proceso de
estratificación y marginación social, más que evidentes en los sectores
juveniles e infantiles de las clases más oprimidas, del que el nuevo gobierno
no supo, ni pudo ni siquiera quiso dar cuenta. El eslogan publicitario de
campaña del Dr. Alfonsín había pasado a ser su vademecum económico, político y
social: con la democracia se come, de educa, se cura…
Durante
la década siguiente, al paso que se consumaba la definitiva extinción del
imaginario igualitarista del primer peronismo, el proceso de marginalización
continuó profundizándose hasta llegar a los estallidos del 2001 y sus secuelas
inmediatas y mediatas, visibles en la legión de trabajadores cartoneros,
limpiavidrios, mendicantes y piqueteros, o, para no abundar, en el robo de
cables, de placas, de estatuas y de cualquiera de esos intrascendentes objetos
que durante más de un siglo habían estado a la mano de cualquiera sin ningún
tipo de protección y sin ser víctimas del menor intento de sustracción.
La
marginalización de trabajadores desempleados en particular y de jóvenes pobres
en general se complementó con la rápida expansión de los barrios privados
convertidos en pretendidos bunkers, auténticos sowetos de los más pudientes.
Existe abundante bibliografía sobre las deformaciones culturales provocadas por
la automarginación de los ricos y, a la luz de la actual administración de la
ciudad de Buenos Aires, todo hace suponer que la habrá en breve respecto a las
consecuencias políticas de semejante deformación. Asimismo, desde el precursor
Culebrón Timbal a la cumbia villera, existe una extendida aunque no muy visible
expresión literaria, estética, musical que suele reflejar o acaso sublimar el
estado de violencia contenida en que viven los jóvenes excluidos. Contenida o
sublimada, sin hacerse específicamente delictiva, esa violencia se manifiesta
periódica y ritualmente en los absurdos y salvajes enfrentamientos entre
hinchadas de futbol o las no menos rutinarias ni menos salvajes e irracionales
peleas en los alrededores de los locales bailables. En palabras de Fanon, “el
colonizado sacará su cuchillo a la menor mirada hostil o agresiva de otro
colonizado. Su último recurso es defender su personalidad frente a su igual”.
El
proceso de industrialización, redistribución y consumo interno iniciado hace una
década supone una inversión de las políticas ejecutadas durante los últimos 35
años, pero al igual que lo sucedido con el alfonsinismo, tampoco alcanza a dar
cuenta de la naturaleza del deterioro social que esas políticas produjeron. La
incomprensión se manifiesta en la creencia en el trabajo como gran ordenador
social (agravada por la habitual confusión entre empleo y trabajo, ya que en
todo caso, de serlo, será el empleo y no el trabajo el posible organizador y
factor de integración), la naturaleza de las políticas sociales y la ausencia
de una doctrina adecuada para las fuerzas de seguridad. Las políticas sociales
en el mejor de los casos –el plano nacional y el de unas pocas provincias– parten
de otra simplificación, la de que integrarse, formar parte de esta sociedad,
sumamente injusta, desigual, exclusivista, inmoral y descreída, es el propósito
y aspiración de todos los sectores marginados. Lo dijo alguna vez Carlos
Auyero: “Los pobres de hoy no luchan por destruir el sistema sino por
integrarse”. Fue una verdad a medias que no contemplaba ni contempla el hecho
de que en el imaginario cultural de una creciente masa de jóvenes excluidos no
existe la opción de integrarse, al menos no en el lugar de la sociedad, que el
sistema, les ofrece y permite sin delinquir ostensiblemente.
La
simplificación de las políticas sociales se corresponde con la ausencia de
doctrina en la materia para las fuerzas de seguridad: la contrapartida del
respeto a la libertad de expresión política y de protesta social, es la
presencia cada vez más ominosa y represiva de las fuerzas de seguridad en las
áreas generadoras de un conflicto cultural que a veces es visto como conflicto
social y otras como expresión delictiva. De hecho, la ideología de los
integrantes de todas las policías del país es cada día más reaccionaria,
racista y represiva, incrementándose ese espíritu e ideología reaccionarias en
forma indirectamente proporcional a la edad de sus integrantes.
En
su mayor parte, casi sin excepción, las fuerzas políticas padecen de un
semejante astigmatismo, lo que torna a ser más grave en las fuerzas políticas
populares integrantes del movimiento nacional. Las fuerzas políticas populares
han abandonado el territorio, el control
del territorio, la organización de la sociedad en el territorio, la organización de la sociedad, de una sociedad
específica, según los propios intereses de esa sociedad específica y no según
las pretensiones de “la sociedad”en general –de esa sociedad que para
conservarse y perdurar requiere de la preservación de la desigualdad y la
injusticia. Las fuerzas políticas populares –decir revolucionarias suena
fantástico y descabellado–, percudidas por la corrección política abominan del control social, confunden territorio,
organización del territorio con reiteración de la liturgia partidaria en una zona
determinada, presencia territorial con existencia de locales partidarios,
abandonando la materia prima esencial de toda revolución a la voluntad de
narcotraficantes y policías.
“¿Cuáles, son las fuerzas –se pregunta Fanon– que,
en el periodo colonial, proponen a la violencia del colonizado nuevas vías,
nuevos polos de inversión? Primero los partidos políticos y las élites
intelectuales o comerciales. Pero lo que caracteriza a ciertas formas políticas
es el hecho de que proclaman principios, pero se abstienen de dar consignas.
Toda la actividad de esos partidos políticos nacionalistas en el periodo
colonial es una actividad de tipo electoral, una serie de disertaciones
filosófico-políticas sobre el tema del derecho de los pueblos a disponer de
ellos mismos, del derecho de los hombres a la dignidad y al pan, la afirmación
continua de ‘cada hombre un voto’ (…) El intelectual colonizado ha invertido su
agresividad en su voluntad apenas velada de asimilarse al mundo colonial. Ha
puesto su agresividad al servicio de sus propios intereses, de sus intereses de
individuo. Así surge fácilmente una especie de esclavos manumisos: lo que
reclama el intelectual es la posibilidad de multiplicar los manumisos, la
posibilidad de organizar una auténtica clase de manumisos. Las masas, por el
contrario, no pretenden el aumento de las oportunidades de éxito de los
individuos. Lo que exigen no es el status del colono, sino el lugar del colono.
Los colonizados, en su inmensa mayoría, quieren la finca del colono. No se
trata de entrar en competencia con él. Quieren su lugar”.
Quieren
su lugar.
Cuando
en ocasión de los recientes saqueos a los supermercados se recurre a
explicaciones conspirativas, o se intenta distinguir entre el robo de comida y
de plasmas (como si ser pobre equivaliera a ser idiota y entre el robo de un
paquete de arroz y el de un televisor un auténtico pobre debiera optar por el
arroz), o cuando de la conspiración se pasa a explicar las cosas por la
desigualdad social sin distinguir ni diferenciar sus componentes, como si un
súbito igualitarismo pudiera de por sí impedir esa clase de conductas, o cuando
todo pretende adjudicarse a factores
delictivos, cuando lo que prima en las fuerzas políticas es la ceguera más que
la miopía, parece ser que ha llegado el momento de volver a Fanon.
Fuente: Blog del Ingeniero
No hay comentarios:
Publicar un comentario