El
Poder Judicial tiene la función de garantizar el Estado de derecho,
resolver los conflictos que se presentan en toda comunidad y asegurar la
vigencia de los derechos. Desde hace ya muchos años padece tres órdenes
de problemas que dificultan el cumplimiento de estas funciones.
Estos problemas –de orden institucional, funcional y cultural–
han provocado una grave crisis de legitimidad del Poder Judicial. Según
diversos estudios, alrededor del setenta por ciento de los argentinos
descree del Poder Judicial. Estos números son más preocupantes respecto
de la Corte Suprema, que exhibe un nivel de insatisfacción que ronda el
ochenta por ciento, según un estudio de la Universidad de San Andrés. Lo
cierto es que el desprestigio de una parte del Poder Judicial se
derrama sobre el resto de los magistrados que cumplen adecuadamente sus
funciones.
Ningún órgano de gobierno puede funcionar adecuadamente con
semejantes niveles de desconfianza ciudadana. A diferencia de lo que
ocurre con los poderes políticos, el Poder Judicial no puede resolver
sus problemas de legitimidad en las urnas. Se trata, además, del único
órgano de gobierno en el que la opacidad es la regla tanto para su
administración como respecto de la forma en que construye y hace
públicas sus decisiones. En efecto, carece de las instancias de
vigilancia y control ciudadano de los poderes políticos.
Entre los problemas de orden institucional son particularmente
graves la falta de independencia externa, respecto del poder político,
económico y mediático; como interna, respecto de tribunales superiores o
magistrados influyentes; la opacidad de su administración y la ausencia
de mecanismos de rendición de cuentas. Por otro lado, la carencia
de una cultura de diálogo interinstitucional –el viejo sistema de frenos
y contrapesos– obtura la posibilidad de arribar a decisiones judiciales
con mayor respaldo democrático.
La excesiva concentración de poder es inadmisible en una república. En
la Corte solo cinco personas tienen la última palabra sobre la
constitucionalidad de leyes, decretos y actos administrativos emanados
de autoridades elegidas por el voto popular. Si consideramos que los
fallos suelen ser divididos, la mayoría se logra con apenas tres votos,
y en consecuencia la jurisprudencia tiende a ser más variable. Por otro
lado, una Corte reducida ofrece menos posibilidades de pluralidad de
género, de especialidad, de carrera profesional, de procedencia
geográfica, etc. Es tiempo además de que la cabeza del Poder Judicial
tenga una integración con paridad de género.
Es necesario revisar el funcionamiento de la Corte. Desde 1909
y por una construcción pretoriana, se atribuyó la competencia de
revisar hechos y derecho de las sentencias de tribunales inferiores,
convirtiéndose en una instancia más tanto en materia federal como de
derecho común. Esta competencia autoatribuida representa la mayor
actividad de la Corte y la razón del abarrotamiento de causas. En busca
de una solución, en 1990 se introdujo otro problema: el artículo 280 del
Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, que permite al tribunal
rechazar sin fundamento alguno las causas que no quiere resolver.
La concentración de poder en la justicia penal federal porteña
–un fuero que fue reconfigurado en la década del noventa para ser
garante de la impunidad de los hechos de corrupción, al tiempo en que se
profundizaba su connivencia con los servicios de inteligencia– se ha
revelado como un grave problema institucional en los últimos cuatro
años, en los que se han armado causas penales con testigos guionados,
pericias fraguadas, imputados extorsionados o remunerados por el poder
político, y se ha hecho un uso abusivo de la prisión preventiva.
El Consejo de la Magistratura es una institución fallida que no ha
cumplido adecuadamente las funciones de selección, sanción y remoción de
magistrados, que continúa disputando la administración del Poder
Judicial con la Corte, y que no tiene una integración equilibrada tal
como prescribe la Constitución.
Los problemas de orden funcional se manifiestan en los
obstáculos materiales y simbólicos para el acceso a la justicia, como la
ausencia de un patrocinio gratuito en todos los fueros para quienes lo
necesiten, los elevados costos de litigar, el problema de la
centralización geográfica, las deficiencias de infraestructura y
digitalización, la incapacidad para resolver problemas comunes de los
ciudadanos en forma eficiente, en plazos y con costos razonables; la
lejanía del Poder Judicial respecto de la ciudadanía en general y, en
particular, de las necesidades e intereses de los sectores populares y
vulnerados.
Más difíciles de contrarrestar, en cambio, son los problemas de orden cultural:
el corporativismo, la endogamia, el nepotismo, el elitismo, la escasa
fundamentación de buena parte de sus sentencias, el uso de un lenguaje
críptico, la resistencia al cambio, el machismo y la misoginia; la
reticencia al examen, al control del desempeño, a la rendición de
cuentas y a la implementación del ingreso democrático; el verticalismo,
el apego a los privilegios y, en general, la falta de un proceso de
incorporación de valores y prácticas como los que fueron adoptando los
otros órganos de gobierno a partir de la transición democrática.
El Presidente ha demostrado que conoce estos problemas y las reformas
que se discuten van en la dirección correcta. Es importante que este
proceso de reforma sea participativo e inclusivo, que las políticas que
se impulsen tengan un sustento empírico y que, cuando se carezca de los
datos suficientes, se los produzca.
Más allá de las distintas políticas públicas que pueden impulsarse
para resolver estos problemas del Poder Judicial, las reformas a encarar
deben promover un servicio de justicia basado en el acceso igualitario, la proximidad, la transparencia y la eficiencia,
con el fin de potenciar las capacidades del sistema para ofrecer
soluciones concretas a los problemas de los ciudadanos, con una mayor
sensibilidad por las necesidades de los sectores más vulnerados. Se
trata, en definitiva, de garantizar la efectividad de los derechos.
Hoy estamos muy lejos de eso. Bienvenido sea este primer paso.
* Roberto Carlés es Doctor en Derecho. Secretario de la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología.
No hay comentarios:
Publicar un comentario