Oda al Paraná
Imagen: Télam
En 1801, en el Telégrafo Mercantil,
diario comercial, político y rural -así se define-, se comienza a
promover una idea que ya no era novedad, pero tenía por objetivo el
comercio libre con Gran Bretaña. Se iniciaba una “batalla cultural”, que
desde luego el director, míster Cabello, confusa figura, que si tiene
coherencia mejor no decir cuál es, no la llama así. Más o menos el mismo
énfasis pone el Semanario de Agricultura y Comercio de Hipólito Vieytes
-lector de Adam Smith-, el otro diario que lo sucede, que sin embargo
indica que la actividad agrícola del país debe dar paso hacia una
artesanía que agregue valor industrial a las materias salidas del campo,
sean semillas o cueros.
La figura de Belgrano está detrás de esos diarios, hasta que él funda el suyo, el Correo de Comercio, que en 1810 lo vemos compitiendo con La Gazeta de Moreno, que ella sí, trae estridencias políticas más directas y novedosas.
Es lógico, había una ruptura política que mencionaba el nombre de un
Rey, pero armaba ejércitos en su contra, usando la misma bandera de
aquel monarca. Difícil situación, que no la había sentido así el poeta
Manuel de Lavardén cuando en el mencionado Telégrafo Mercantil, una década antes de Mayo de 1810, había escrito la Oda al majestuoso río Paraná con loas a Carlos IV y su consorte, la Reina Luisa.
Esa Oda al Paraná es compleja y arrebatada, participa del
neoclasicismo, estilo que el mismo reinado propicia, y cuando Lavardén
dice “sagrado río” debe entenderse más un tributo a Voltaire que a
dioses Griegos o Romanos, que por cierto nunca se ausentan del
poema. La expresión “primogénito ilustre del Océano” es un hallazgo
obvio y despojado, que contrasta con la lujosa alegoría que le sigue “el
carro de nácar refulgente tirado de caimanes”. La imaginería, o mejor
dicho la ingenieria de metáforas le da un peso ilusorio al poema del que
le sería posible quejarse al lector actual, ¿Pero no es mejor gozar de
estas escrituras añejas, pero tan significativas de un país que así como
era, no existe más? Lavardén era un saladerista y los pilares de la Oda
al Paraná no dejan de trasuntar el empeño mercantil detrás del nácar y
de las suaves “ninfas argentinas”. Pero no puede reducírselo a un mero
comerciante, pues ve el Río como un símbolo de independencia y no un embarcadero de granos. La palabra argentina es allí de las primeras veces que suena.
En un sugerente desliz, la mención al aceite nos permite un repentino
sobresalto de actualidad. Lavardén Fue un contemporáneo del español
Jovellanos y el antecesor poético de Vicente López y Planes, que fue más
cauto que él con los recursos de la inflamación poética cuando escribió
el Himno Nacional, aunque no es que éste carezca de ella.
La Oda al Paraná es una armazón onírica con ensambles
suntuosos que vienen de los restos de barroquismo que hay en el
neoclasicismo. Pero como en todo narcicismo retórico, detrás corre la
descripción que nos es más directa y familiar. El Paraná “va de clima en clima, de región en región, vertiendo franco, suave verdor y pródiga abundancia”. El ojo poético está recamado de oropeles de la lengua castellana del siglo XVIII pero hay un ojo mercantil y telegráfico. “Tú las sales / Derrites y tú elevas los extractos / De fecundos aceites; tú introduces / El humor nutritivo, y suavizando / El árido terrón, haces que admita / De calor y humedad fermentos caros. / Ceres de confesar no se desdeña / Que a tu grandeza debe sus ornatos”. El
concepto actualísimo y nada confuso de soberanía alimentaria, hace más
de dos siglos estaba aquí insinuado, en estos endecasílabos habitados
por estudiadas figuras de una poética hábilmente artificiosa.
Dos siglos y veinte años después, el Río Sagrado se ve con sus orillas ceñidas por sospechosos puertos privados, sus frutos incautados por los torniquetes severos de la economía internacional, las ciudades pequeñas de sus márgenes dirigidas por empresas transnacionales que condicionan el comercio exterior argentino y dan órdenes a jueces e intendentes. Cuando Lavardén dice “ninfas argentinas” se siente que una diosa recibe el aliento del río, es Ceres, la señora de la agricultura. Pero más sorprendente, es oírlo a Lavardén pronunciar la palabra aceites. “Elevas los extractos de fecundos aceites”. Fantasmal poeta, ya que anticipaste tanto, te preguntamos ¿cuál será el destino de nuestra nación, que apenas entreviste, si Vicentín se mantiene inmutable ante las arbitrariedades cometidas? Hablándole al Río mitológico, igualmente mitológico es el poeta que al hablarle revive esos extractos de “fecundos aceites”, que no están tirados ahora por los caimanes de Lavardén, sino que se hacen más fecundos en las Islas Caimán.
Es posible entender la palabra aceites como ungüentos de la lírica, pues no es Lavardén un profeta, lo que no impide leerlo como una guía casi completa de como el Paraná vaticina tanto el fervor lírico como el sigiloso amor por las mercancías, llevadas hoy al exterior con infinitas triquiñuelas y sin agregados propios, como en cambio proponía el Telégrafo Mercantil. Un siglo y medio después otra gran poesía sobre el Paraná le corresponde a Juan L Ortiz que escribe sobre el mismo río en los años 60. “Yo no sé nada de ti… / Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste / ni de los anhelos que repitieras / antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma /azucena de la armonía / nevándote, otoñalmente, la despedida a la arenilla”.
Dos siglos y veinte años después, el Río Sagrado se ve con sus orillas ceñidas por sospechosos puertos privados, sus frutos incautados por los torniquetes severos de la economía internacional, las ciudades pequeñas de sus márgenes dirigidas por empresas transnacionales que condicionan el comercio exterior argentino y dan órdenes a jueces e intendentes. Cuando Lavardén dice “ninfas argentinas” se siente que una diosa recibe el aliento del río, es Ceres, la señora de la agricultura. Pero más sorprendente, es oírlo a Lavardén pronunciar la palabra aceites. “Elevas los extractos de fecundos aceites”. Fantasmal poeta, ya que anticipaste tanto, te preguntamos ¿cuál será el destino de nuestra nación, que apenas entreviste, si Vicentín se mantiene inmutable ante las arbitrariedades cometidas? Hablándole al Río mitológico, igualmente mitológico es el poeta que al hablarle revive esos extractos de “fecundos aceites”, que no están tirados ahora por los caimanes de Lavardén, sino que se hacen más fecundos en las Islas Caimán.
Es posible entender la palabra aceites como ungüentos de la lírica, pues no es Lavardén un profeta, lo que no impide leerlo como una guía casi completa de como el Paraná vaticina tanto el fervor lírico como el sigiloso amor por las mercancías, llevadas hoy al exterior con infinitas triquiñuelas y sin agregados propios, como en cambio proponía el Telégrafo Mercantil. Un siglo y medio después otra gran poesía sobre el Paraná le corresponde a Juan L Ortiz que escribe sobre el mismo río en los años 60. “Yo no sé nada de ti… / Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste / ni de los anhelos que repitieras / antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma /azucena de la armonía / nevándote, otoñalmente, la despedida a la arenilla”.
El poeta dice no saber nada y a partir de esa autodefensa inocente,
revela lo que es el río, todos los silencios que carga, cómo transporta
misterios que hace que la frase, apenas toca una orilla sin completar su
sentido, la abandona para acercarse tímidamente a la otra, burlando sus
propios significados. No saber nada de lo que se habla, permite hablar.
Mencionar un nombre que pertenece al ambiente incaico, Tupac, y del
otro del que no sabemos nada, Añax, es el talle enigmático de Ortiz,
frente al tuteo con los dioses y ninfas tan plácidas de Lavardén.
Hoy el Paraná se ha convertido en un corredor Hídrico, una Hidrovía, que produce otra revelación.
No es que las grandes poesías argentinas deban ser releídas para
afirmar las enormes decisiones a tomar sobre el río. Pero estas, cuando
adquieren una dimensión apropiada, serán equivalentes de las poesías
sobre el rio, que inspira toda clase de poemas, canciones y films,
recordándose Los Inundados de Birri, mezcla acuática de tragedia y picaresca.
Cuando aún importaba el ferrocarril, el territorio estaba señalizado
por las ferrovías inglesas, funcionando como la complementación
económica y anexo del Imperio Británico, convergiendo sobre Buenos
Aires, asfixiándolo como una tela de araña. Eso ya no existe y su
desmantelamiento extinguió pueblos, mojones que estaban aclimatados. Ahora
precisamos un Raúl Scalabrini Ortiz del Río Paraná, que sepa de las
cifras correctas, los datos que correspondan, los volúmenes de
producción que se manejan, la economía anómala e ilegal que los
sostienen, los desafueros cometidos, los jueces irregulares, las oscuras
maniobras empresarias.
Un nuevo Scalabrini que haya leído a Lavardén, Juan L. Ortiz,
Juan J. Saer, José Pedroni, Mastronardi, Alfonso Solá González y Coqui
Ortiz. El deseo de ferrocarriles que no convergieran todos hacia Buenos
Aires lo produjo, irónicamente, la economía política del Paraná. Un
trazado inesperado desde Tucumán a Puerto San Martín, es la novedad que
introduce la Minera Alumbrera para exportar a Japón el cobre y el oro
que se extrae de esa mina. Ese ferrocarril es primogénito de un
nuevo modo de la economía, el problemático océano del extractivismo. No
son los carros de nácar de las ninfas argentinas. Ese nocturnal
ferrocarril lleva el nombre de Central Argentino, funciona sigilosamente
recordando el nombre principal de la red troncal inglesa. De no
resolverse adecuadamente la cuestión Vicentín, abandonando los plazos
misteriosos de una juridicidad artificial, implantada para proteger la
vocación por la ilegalidad y los excesos empresarios, será verdad lo que
escribió Juan L Ortiz, Yo no sé nada de ti. Pero escribió esa
frase, ese gran comienzo socrático para su poema, para decir que el no
saber era ya saber mucho, para mostrar un mundo desencajado
exquisitamente.
Ahora, si nada de esto ocurriera, ya desasistidos de toda poesía,
entristecidos y desamparados como país, podríamos decir, Paraná,
abandonado por tus dioses, yo ya no se más nada de ti. Aunque
quisiéramos, de vuelta, saberlo. Obligados estamos.
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