Por Pablo Papini
Fuente:ramble tamble
La deriva brasileña desde el estallido del Lava-Jato es un elemento muy
presente en los análisis, diagnósticos y definiciones de Cristina
Fernández de Kirchner. Ella siempre ha interpretado al proceso que
terminó con Jair Bolsonaro en la presidencia del país vecino como un
espejo que podría adelantar el futuro argentino. Sobre todo, claro, por
el encarcelamiento de Lula da Silva, a quien ubica junto a Rafael Correa
y a sí misma en un grupo objeto de persecución aleccionadora de los
procesos populares, destinado a revertir los avances que conoció la
región en el comienzo del siglo XXI. Pero también por el peligro de que
emergiese una variante aún más ultra que la encabezada por Mauricio
Macri luego de su fracaso, que acertó en pronosticar, ante una posible
frustración con el sistema de partidos tradicional si se lo juzgaba
incapaz de producir resultados satisfactorios. Nuestra democracia, es
cierto, cuenta con otros resortes para repeler dichos peligros. Pero
asimismo es verdad que en esta elección han aparecido opciones corridas
hacia el extremo derecho del arco ideológico que se hacen eco de la
decepción que en varias franjas de esa familia se siente respecto del
gobierno CEO, y que el propio Presidente y otros, como su compañero de
fórmula en la empresa reeleccionista Miguel Pichetto y Patricia Bullrich
(otra que fuera mencionada para esa candidatura), coquetean cada vez
más frecuentemente con el bolsonarismo discursivo.
La lección más influyente de todas las recogidas del caso Brasil, sin
embargo, es la de la designación del reemplazante de Lula en la boleta
presidencial 2018, cuando el jefe del partido de los trabajadores fue
encarcelado y debió resignar su postulación. Donde algunos creyeron ver
el argumento más poderoso para descartar cualquier alternativa a CFK,
“porque esto prueba que la copia no vale lo mismo que el original”,
tanto ella como Alberto Fernández (para entonces ya llevaban casi un año
de reconciliados) entendieron que el problema con Fernando Haddad
estuvo en los modos y en los tiempos del nombramiento.
Quizá nunca se sepa con exactitud cuándo Cristina tomó la decisión de
correrse y designar a Alberto, pero es muy probable que haya sido antes
del día que presentó su libro Sinceramente en la Feria del Libro, en la
Sociedad Rural Argentina, cuando lo ubicó en primera fila (el único en
ese sitio entre los dirigentes que asistieron). Reconocimiento por haber
sido quien le dio la idea de escribir ese texto. Minutos después, lo
galardonó con la mención más destacada de la tarde-noche. Aquella
jornada comenzó la transfusión de votos kirchneristas duros mediante esa
muestra de afecto. Una semana más tarde, cuando se hizo el anuncio,
faltaba todavía más de un mes para el cierre de listas, en los que el
Frente de Todos creció y ganó solidez.
Cuando el Fernández varón repite que el gesto debe ser valorado porque
la senadora habría ganado igual, más que un halago, está soldando como
concepto que se trató de una jugada que no surgió como último recurso
desesperado, sino como el mejor en una paleta de varios posibles. Lula,
en cambio, aún ya dentro de la celda siguió intentando estar en la
boleta del PT. Entre otros ingredientes, el plan b del viejo líder
obrero careció de tiempo de horneado.
Aunque ambos son profesores universitarios, y más allá del parentesco
ideológico, Alberto y Haddad se parecen poco y nada. Es difícil
imaginarse al argentino, un roscaholic hecho y derecho que se expande
por toda la botonera del poder con comodidad, transmitiendo la imagen
que dio el brasileño al día siguiente de su derrota contra Bolsonaro en
el balotaje, yendo a dar clases como un día más, aun cuando sigue con su
cátedra de Derecho Penal en la UBA mientras encabeza una campaña
presidencial. El dos veces jefe de gabinete es de otra estirpe, una para
la cual el día posterior a una caída es el primero de la revancha. Para
Fernández, la política es full life, independientemente de resultados
y/o de cargos.
Ahora cosecha los frutos de lo que vino sembrando desde que una tarde de
diciembre de 2017, mientras las fuerzas de seguridad del macrismo
respondían con palos y gases a las protestas de dirigentes y pueblo
contra el ajuste jubilatorio enviado por Macri al Congreso, se acercó al
Instituto Patria, ubicado a pocos metros del desastre, para
reconciliarse con su antigua amiga, luego de casi diez años de
distanciamiento. De ahí en más, funcionó como operador primerísimo de la
unidad del peronismo en nombre de Cristina, a quien le correspondía la
iniciativa por ser quien individualmente más votos propios posee y por
los reparos que muchos guardaban para con ella por la cerrazón que
vieron de su segundo período en Casa Rosada.
Los vínculos con el justicialismo, el diálogo con empresarios y jueces,
la vocería mediática e incluso la agenda económica. Todo pasaba por
Alberto, como un ministro coordinador de oposición, pero yendo todavía
más allá: con poder de decisión en la mesa cristinista, que pasó a ser
de dos porque la presidenta mandato cumplido comprendió que sola no
podía, e incorporó en consecuencia a un alter ego de lujo, que sin
demora comenzó a desplegar todas sus artes en materia de armado. Cuando
al final del camino le tocó ponerse al frente de la arquitectura, lo
hizo con la naturalidad de quien había estado en el corazón de su
diseño.
Fernández es ideal para conducir la herramienta adecuada a la vuelta de
página que se impone porque pensó, probablemente antes que nadie, que en
los tiempos que se vienen el país precisaba, más que una receta
económica, una coraza política.
Un par de ejemplos: la noche de la derrota del candidato a gobernador
del peronismo en Río Negro, en diálogo con C5N en vivo durante el conteo
de votos, estuvo astuto para, rápidamente, señalar que al interior de
Juntos Somos Río Negro, el partido provincial del mandatario local
Alberto Weretilneck que se estaba imponiendo cómodamente dejando al
macrismo tercero, había muchos que nacionalmente se expresarían por la
opción justicialista. Y el involucramiento mayor al esperado en campaña
de los gobernadores de Entre Ríos, Gustavo Bordet; y de Santa Fe, Omar
Perotti, responde a la oportunidad que les brinda el vacío dejado por su
par cordobés Juan Schiaretti (ídem para muchos de los intendentes de La
Docta), con quien comparten la región centro. Fernández interviene
sobre esos detalles con la ventaja de conocerlos de memoria, obsesivo
como es de la articulación de partes.
Con nada de esto contaba Haddad a la hora de convertirse en candidato, y
no es algo menor. No muchos lo saben, pero allá lejos y hace tiempo, en
el amanecer del macrismo, Alberto les confesaba a algunos pocos que se
pondría a trabajar en la reunificación del peronismo con la expectativa
de terminar donde hoy está. En algún momento de ese recorrido, desistió,
aconsejado por amigos que le dijeron “si vos armas, no vas a poder ser
“. No contaban con el guiño final de Cristina, a quien el vencedor de
las recientes PASO intentó aproximarse primero vía la candidatura
senatorial de Florencio Randazzo en 2017, que quiso tramitarse,
recordemos, vía primarias. La negativa de la jefa de Unidad Ciudadana y
la derrota con la que Cambiemos parecía adueñarse del país prohijaron el
“con Cristina, no alcanza; sin Cristina, no se puede”, desde el que se
disparó la poderosísima construcción del FdT.
Por último, a diferencia de Haddad, con cuya postulación no se consiguió
el acuerdo con Ciro Gomes que habría sido vital para el PT, el
encumbramiento de Fernández fue, precisamente, el eje central de una
avalancha de adhesiones a la ruta que venía señalando la dupla que el 11
de agosto reunió el 49,5% de los votos. Debe destacarse también, en
este sentido, la responsabilidad con que, luego de varias aventuras,
actuó esta vez Sergio Massa, quizá el símbolo más potente de la unidad,
el mejor valor que le aportó, más aún que el cuantitativo.
Si es cierto que el gobierno de Macri es tan dañino, con su deriva
irracionalmente dogmática al FMI en una fuga hacia adelante que persigue
ciegamente llegar a la fecha de la elección como exclusivo horizonte
(lo que amenaza con llevarse puesto todo), debe destacarse que, en esta
oportunidad, nuestra dirigencia política, tan castigada a veces (muchas
de ellas con justicia), estuvo a la altura del desafío, superando
diferencias y antiguas mezquindades.
En efecto, de confirmarse, el del 27 de octubre sería, en esencia, un
triunfo de la más pura tradicionalidad de la política. De la rosca y la
negociación bien entendidas. Puestas en función de darle soporte a un
universo de ideas distinto que saque al país de su enésima crisis. La
política como antídoto de un proyecto que pretendió negarla,
reformulándola de raíz.
Orgulloso de su condición de político de carrera, Alberto era número puesto para guiar el giro.
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