Entrevista al filósofo francés Florent Guénard
Guénard
analiza y critica las teorías que sustentan “un imperialismo
democrático legítimo”, el andamiaje de ideas en el que se basan las
presiones y las intervenciones del poder global sobre pueblos disidentes
respecto de los modelos hegemónicos.
Por Javier Lorca
Florent Guénard es filósofo, discípulo de
Pierre Rosanvallon. En su último libro, La democracia universal.
Filosofía de un modelo político, ensaya una crítica a las ideas que
justifican la existencia de lo que él define como “un imperialismo
democrático legítimo”, las teorías que han servido como fachada para
intervenciones e injerencias del poder global sobre pueblos y
territorios más o menos hostiles a los mandatos de la hegemonía
geopolítica. Invitado por el Centro Franco Argentino de la UBA, Guénard
pasó por Buenos Aires para dictar un seminario sobre estos problemas.
–El imperativo según el cual sería deseable universalizar la
democracia, ¿es constitutivo de la idea moderna de democracia o es una
construcción relacionada con otros factores históricos?
–Me interesé por el universalismo democrático con el fin de
comprender cómo había podido avanzar, en los últimos tiempos, la idea de
que la democracia es exportable. La democracia es concebida como un
régimen universalizable a partir de la Revolución Francesa y la
Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Antes,
considerábamos a la democracia como un modelo, pero no como un régimen
universalizable: generalizable pero bajo condiciones estrictas, un
modelo posible pero entre una pluralidad de regímenes. La Declaración de
los Derechos Humanos y el ciudadano inscribe al universalismo
democrático en el horizonte político moderno. En el siglo XIX, este
universalismo se basa en una filosofía de la historia que ve en la
democracia el fin de la civilización o de la modernidad. En el siglo XX,
este universalismo se apoya en una definición estrecha de la
democracia, ahora simplemente concebida como un método de designación de
los gobernantes, adaptable a no importa qué contexto histórico. Esa
concepción tan minimalista es la que heredamos hoy. Y es la que ha
alimentado, desde los años 80 hasta la década del 2000, la idea –que
debemos denunciar intelectualmente– de que la democratización puede
proceder de una política de la fuerza. La invasión de Irak, cuyas
consecuencias pagaremos durante largo tiempo, es el ejemplo más
dramático.
–¿Qué contradicciones encuentra en esa idea de exportar el
modelo democrático? ¿Cómo se concilia con el respeto por las
peculiaridades históricas y culturales de diferentes sociedades?
–La exportación de la democracia plantea un verdadero problema de
apreciación. Podemos pensar que es una buena idea: si estamos
convencidos de que la democracia es el régimen de la libertad, la
igualdad, la protección de los derechos, ¿por qué no querer que este
régimen se generalice? Todos los demócratas desean difundir la
democracia. Pero esta difusión tiene diferentes modalidades. Podemos
simplemente darnos por satisfechos con que el modelo democrático se
difunda por su propia fuerza, por lo que lo hace atractivo y legítimo a
los ojos de las personas. Y, en este caso, podemos trabajar para que la
democracia sea deseable, esforzarnos para procurar que cumpla sus
promesas y que no sea un simple método para designar gobernantes, lo que
en definitiva sería bastante cómodo, porque estos gobernantes se
ofrecen a nuestro juicio y porque podemos deshacernos de ellos sin
recurrir a la violencia. La democracia, desde este punto de vista, se
difunde porque designa a un conjunto sustancial de principios y valores.
Pero también podemos pensar que la democracia está entre lo que se cree
que son las expectativas de un pueblo o el movimiento de la historia,
por lo que debe ser exportada de manera activa, contradiciendo la misma
idea de autodeterminación que define a la democracia. Lo que me interesa
y que describo en mi libro son todas las justificaciones intelectuales,
teóricas, filosóficas, que se construyeron para considerar que puede
existir un tipo de imperialismo democrático legítimo, por el que el
modelo democrático puede en cierta medida considerar como inesenciales
las determinaciones históricas particulares.
–¿Qué relación observa entre los intentos de expandir la democracia y la historia colonizadora de Occidente?
–No podemos explicar la colonización por el deseo de exportar la
democracia. La colonización es, sobre todo, un deseo de poder y
depredación. Pero en el siglo XIX encontramos justificaciones bastante
llamativas del imperialismo colonial basadas en una cierta concepción de
la democracia. Los pensadores liberales de entonces consideraban que la
civilización es un movimiento histórico de desarrollo económico (la
sociedad industrial mercantil) y político (la democracia
representativa). El problema es poner a las naciones que no han
alcanzado ese estadio en posición de alcanzarlo. En esas circunstancias,
no se vacila en apelar a argumentos de tipo paternalista, que plantean
la idea de que la dominación colonial es una etapa necesaria,
transitoria pero indispensable para poner a esas naciones en posición de
darse ellas mismas las leyes. La crítica poscolonial ha demostrado que
estos argumentos son injustificables, que se basan principalmente en una
negación de la historia, como si los pueblos colonizados no tuvieran su
propia evolución. También se basan en una visión eurocéntrica de la
democracia: los europeos inventaron la democracia y ésta puede tener
sólo una forma, la misión que les sería asignada en lo sucesivo es
difundir una determinada forma del régimen, que se espera promueva un
desarrollo intelectual (el que crece al generalizar sus puntos de vista,
al considerar a la comunidad política en su conjunto) y también moral
(que no se debe asumir sólo el punto de vista de los propios intereses,
sino tener en cuenta el interés general). Durante la administración Bush
vimos resurgir esta idea de una misión a realizar, y también vimos los
efectos que produjo.
–¿Cree que se puede hablar de democracias no eurocéntricas a
partir de las experiencias latinoamericanas de la última década, con
participación de movimientos sociales, campesinos y pueblos originarios?
–La historia nos muestra que hay muchas experiencias democráticas
diferentes, en contextos históricos singulares. Desde esta perspectiva,
la historia política de los últimos diez años en América Latina ofrece
sin dudas numerosos ejemplos. Pero no podemos contentarnos con decir que
hay tantas democracias como situaciones, y rechazar así toda idea de
modelo. Esa perspectiva es deficiente por dos razones. Primero, porque
estas experiencias históricas de construcción de la democracia no están
desligadas unas de otras, no son puramente singulares: cuando se
constituyen, se refieren a otras historias democráticas, se inspiran en
ellas, las evocan, las toman como modelo. Estas experiencias históricas
son una interpretación de los principios y valores que constituyen lo
que acordamos en llamar “democracia”. Pero no todas las interpretaciones
están justificadas. No es suficiente decir “democracia” para ser
realmente una democracia. Es necesario poder juzgar a las diferentes
interpretaciones históricas, muchas de las cuales son engañosas. Algunos
criterios son simples: una democracia se define, a la vez, por la
atención al bien común y por la participación de todos en la elaboración
de ese bien común, ya que éste no puede ser fijado por anticipado, y
sólo puede surgir de la deliberación colectiva, cualquiera sea su forma.
Por ejemplo, los regímenes populares que no respetan la posibilidad de
una oposición no pueden ser considerados realmente democráticos.
–¿Cuál es la distinción que hace entre la democracia entendida como modelo y la democracia entendida como experiencia?
–La expresión “experiencia democrática” permite rechazar cualquier
idea de un modelo dominante que sería suficiente entonces aplicar, como
si no se pudiera inventar nada más en materia de democracia. La usamos
para ponernos en guardia contra las imposiciones externas y contra las
pretensiones eurocéntricas. Pero no podemos romper con toda idea de
modelo, porque, como decía, las experiencias democráticas tienen
necesidad de referencias en función de las cuales poder constituirse. Y
lo que muestran los procesos de revolución democrática que podemos
conocer es que son conducidos haciendo referencia a otros procesos, más o
menos recientes, que son invocados no con el fin de reproducirlos
estrictamente, sino porque permiten iluminar la situación revolucionaria
que se presenta. Entonces, apelamos a modelos comunes tanto porque
iluminan el momento presente como porque permiten estructurar lo que es
vivido como experiencia democrática. Todas las experiencias democráticas
se construyen a través de la comparación con otras, mediante la
búsqueda de diferentes modelos. No hay que olvidar esta dimensión,
porque también evita oponer demasiado frontalmente modelo y experiencia,
y quizá lleva a comprender de una manera distinta la idea de modelo.
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