Por Eduardo Grüner
Ya ha circulado como una tromba, en las últimas horas, la frase del
título, pronunciada por el secretario de Salud de Mar del Plata,
funcionario significativamente apellidado Blanco. El enunciado se
refería, como se sabe, a una señora “en situación de calle” a la cual el
señor secretario alegaba que repetidas veces se la había “retirado”
–como se diría de una encomienda– de la calle para ingresarla en el
hospital. Pero, incansablemente, la señora regresa a su lugar en la
vereda, “como un perrito” (animal de costumbres, claro), donde
presuntamente “se siente cómoda” (los criterios de comodidad, se sabe,
son social y culturalmente relativos). Salvo para reiterar una
biempensante y pasajera, aunque justificada indignación, no cabría,
quizá, abundar en la anécdota. El problema es que no es, la anécdota,
única y suelta. Uno puede, sí, recordar que el episodio ocurrió en la
misma “ciudad feliz” –esa donde en nuestras vacaciones hacemos cola para
comer en los restaurantes módicos antes de regresar a una cálida
habitación de dos o tres estrellas– en la cual hace unas semanas se
suicidó, en plenas oficinas de la Anses, un jubilado “cansado de
luchar”, y últimamente murieron indigentes de frío. Las casualidades
existen, desde ya. Incluso las célebremente llamadas “permanentes” por
un ex rey-filósofo argentino. Lo que no se puede evitar es la hipótesis
de que es la permanencia la que califica el grado de la casualidad.
Tampoco se puede dejar de reparar en la obviedad –que justamente por ser
obvia se suele pasar por alto– del significante zoológico. “Como un
perrito”. Es una forma de lenguaje que ya tiene una extensa prosapia en
los discursos discriminatorios, y aún genocidas, del siglo XX: los
turcos llamaban “gusanos” a los armenios, los nazis “ratas” a los
judíos, los hutus “cucarachas” a los tutsis, y así. Por supuesto que
aquí no se alcanzan esos abismos tremebundos.
Aunque no deja de ser
inquietante alguna referencia literaria: en El Proceso de Kafka, por
ejemplo, se dice que al señor K el Estado lo mata, justamente, “como a
un perro”. Al mismo tiempo, un perro es sin duda un animalito más
simpático que aquellos repugnantes gusanos, ratas o cucarachas. Y el
diminutivo “perrito”, además, subraya esa simpatía, así como una
pacífica y cariñosa domesticidad, vinculada seguramente a las
comodidades de su hogar al aire libre, con lo que ellas implican de
amplios espacios, viento fresco y libertad. Son bien interesantes,
filológicamente hablando, las ambigüedades convocadas por tales
calificativos. No se trata, como podría parecer a primera vista, de una
mera “animalización”. No se está postulando una plena identidad, sino
una comparación. El “como” un perrito sugiere un umbral indeciso: el
sujeto pertenece a la especie humana, no cabe dudarlo, pero sus
conductas lo acercan a otra especie, que de todas las existentes es la
más “humanizada”. Con lo cual es difícil encontrarle una grilla
clasificatoria precisa. Una descriptiva estratificación socioeconómica,
intentada según los criterios de la clase dominante, los colocaría
¿dónde? ¿marginales? ¿”sin techo”? ¿trabajadores desocupados? El
desconcierto se vio claro hace unos días, cuando otro funcionario,
hablando del conflicto pepsicópata, denominó a los cesanteados como “ex
trabajadores”. No, atención, “trabajadores despedidos”: ellos/as son
“ex”, aunque no como quien dice “ex marido” o “ex ministro”, sino más
bien “ex existentes”. No son, no están, hubiera filosofado un ex
presidente. Así se han venido, desde hace mucho, creando ambiguos limbos
de “ex” para quienes no han lugar en la lógica del capitalismo: ni
explotadores ni explotados, ni productores ni consumidores, el ni-ni
generacional de moda aumentado a proporciones ontológicas. La señora de
Mar del Plata acaba de inaugurar el limbo máximo: ni estrictamente
humana, ni del todo animal, mascota doméstica a la que desde ya no se la
admite en la propia casa, pero tampoco se tolera que ande por la calle:
¿se ha observado que el funcionario blanco, o Blanco, dijo que la
habían “retirado” 17 veces? Es decir: con ella había una familiaridad,
hasta uno podría imaginar un encariñamiento, puesto que estaba siempre
ahí, en la peatonal San Martín, el funcionario la veía siempre, tal vez
la saludaba, entrando y saliendo de su oficina. No era cuestión de
adoptarla, va de suyo, pero sí de “retirar” del paisaje urbano ese
humanimaloide incómodo para el disfrute turístico. En estos términos,
uno puede pensar esos intentos de “retiro” casi como un privilegio.
Porque de los otros miles de “ex” en sus limbos no sabemos, señores,
nada.
La máquina de fabricar limbos en que se ha transformado la
política económica prefiere no nombrarlos, porque, bueno, lo que no se
nombra, o no aparece en la tele con esa mala leche que produce la nata
(quién sabe si el Polaquito no será también un privilegiado), no existe
siquiera como “ex”. O tendrán miedo, por ahí, que hablando de ellos se
despierte el temor –tan propio de las medianías de clase– de que muchos
perritos juntos se desprendan del inofensivo diminutivo para devenir
jauría hambrienta y agresiva. En todo caso, se cree resolver el tema con
el apelativo del amo de casa aludiendo a la mascota escapada. No deja
de ser una condensación casi perfecta de los dobleces del discurso
oficial: raciclasismo light con peyoración amable para los
casi-animalitos en la calle, y palos, gases y balas de goma para los que
pelean para no ser “ex”, llámense docentes, pepsicolaburantes,
agrclarinistas, en fin, indomesticables en general. Y así van las
palabras, sostenidas en materialidades armadas hasta los dientes que
muerden la lengua, la bella lengua de Cervantes. El buen y sufrido
marxista Mijaíl Bakhtin sostenía que la lucha de clases se juega
también, todos los días, en el lenguaje. Qué bueno tener autoridades
que, todos los días, nos ofrecen ilustraciones bien concretas para esas
abstracciones académicas.
Fuente:Página/12
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