viernes, 3 de enero de 2014

Veinte años no es nada

Por Federico Vazquez

Se cumplieron dos décadas del levantamiento del zapatismo en el sur de México, un hecho clave para los reclamos indígenas y sociales de la región y que también fue una bisagra en la forma de entender la realidad política latinoamericana. Un balance de lo que significó, y todavía significa, este movimiento.



El 1º de enero de 1994, unos cuantos cientos de indígenas con pasamontañas, modestamente armados, salieron de la selva y tomaron la ciudad de San Cristóbal de la Casas, en el estado de Chiapas, al sur de México.

Desde ese día, el zapatismo se convirtió en un espacio político, cultural y comunicacional único: construyó una identidad “moderna” asumiendo, al mismo tiempo, las formas antiguas de la lucha armada. El discurso poético no fue sólo un caparazón: el zapatismo fue una renovación porque se construyó desde ideas “morales” antes que ideológicas, invocó a la comunidad internacional más que a clases sociales precisas, tuvo una dinámica de ocupación de la escena pública errática, antes que un avance territorial definido. En definitiva, el zapatismo fue contemporáneo de un tiempo donde las claves del siglo XX estaban muriendo rápidamente. Y al mismo tiempo, tuvo una temporalidad distinta, más larga, en sintonía con una sociedad históricamente excluyente, violenta, no democrática, lo explica su emergencia como grupo insurgente armado.

En el último reportaje formal que dio Marcos, en el 2007, ya se vislumbraba que el paso del tiempo obligaba a un balance de la experiencia histórica, antes que una agenda de cara al futuro: Hay una duda, una gran duda, de si hicimos bien en detenernos en enero de hace 14 años. La duda, gran elemento “moderno” del zapatismo, en contraposición a las certezas de los líderes revolucionarios del siglo XX, se presenta, sin embargo, para cuestionar la decisión que tomaron los guerrilleros de no seguir la avanzada armada. Si el levantamiento cumple dos décadas, los enfrentamientos militares entre la guerrilla y el ejército apenas duraron 12 días. Para febrero de 1994 habían comenzado las negociaciones y el comienzo de la etapa “política” del movimiento. ¿Hay en esa duda de Marcos un replanteo de las tesis en ese momento en boga de “cambiar el mundo sin tomar el poder”?
"El zapatismo se convirtió en un espacio político, cultural y comunicacional único: construyó una identidad “moderna” asumiendo, al mismo tiempo, las formas antiguas de la lucha armada."

Después de ese verano de 1994, el zapatismo se concentraría en lograr apoyo internacional a su causa. En un mundo donde ya no existía el comunismo y los partidos y movimientos de izquierda estaban en retroceso y con crisis de identidad profunda, Marcos buscó aliados en ONG, grupos intelectuales, personalidades destacadas de la cultura, jóvenes globalizados con ganas de hacer un aporte a una causa noble. Una malla de protección que con sarcasmo podría calificarse de “light”, pero que fue indispensable para asegurar que los indígenas sublevados no serían barridos por el ejército. El zapatismo no surgió en el Distrito Federal, ni menos de un berrinche universitario del primer mundo, sino en el estado de Chiapas, limítrofe con Guatemala, donde en los años 80 se ejecutó la matanza de 132.000 personas, de loa cuales un 93% indígenas mayas (según la Comisión de Esclarecimiento Histórico de ese país), por lo que era lógico que el instinto de “protección” fuera algo central en la estrategia del movimiento.

El zapatismo, además, tuvo éxito en añejar velozmente las formulaciones desahuciadas con que los intelectuales latinoamericanos comenzaban a interpretar la realidad en los años noventa. La anécdota es redonda: dos meses antes de la irrupción zapatista, el más reconocido politólogo mexicano, Jorge Castañeda, había publicado “La utopía desarmada”. El offside del título es evidente y muestra la (mala) costumbre de la intelligentzia local de cristalizar modas intelectuales sin preocuparse demasiado por la vinculación con la dinámica social concreta. Y al mismo tiempo, con los 20 años a la vista, el error está lejos de ser absoluto: en ese libro Castañeda señala a la industrialización como una meta aún válida para pensar un proyecto emancipador de la región. “Crecimiento o equidad: ambos o ninguno”, titula en un capítulo de la obra. Temas que si no tenían mucho que ver con los comunicados filosóficos-literarios emitidos desde la selva Lacandona, hoy nos suenan actuales, propios de los dilemas de los gobiernos latinoamericanos de los últimos tiempos.

Volviendo a un repaso posible de los 20 años del zapatismo: su propia supervivencia política puede verse como un triunfo. Existe como organización armada, como experiencia social en algunas comunidades indígenas en Chiapas, como actor político en el debate mexicano, así sea desde sus bordes. Y, también, ya sea a causa de esa “duda” que reconoció  Marcos hace cinco años, o por otras razones, tal vez más profundas, el zapatismo fue incapaz de volverse un vehículo para lograr los objetivos de su propia base indígena.

En ese sentido, caben pocas dudas que otras experiencias, como la de los indígenas en Bolivia a partir de 2005, permitieron cambiar la realidad de manera mucho más palpable y profunda. En Bolivia, algunos de los planteos zapatistas pudieron concretarse: se escribió una nueva constitución que les otorga derechos, volviéndose así parte constitutiva del país. Evo Morales asumió la conducción de un Estado sin desentenderse de la dinámica de “movimiento social” que le dio origen, con los dolores de cabeza que eso supone. Aún hoy, seguir siendo el “gobierno de los movimientos sociales” lo condiciona, le marca límites, construye agenda de reivindicaciones que suelen chocar con la administración estatal del poder. Es decir, algo de la utopía del “mandar obedeciendo” que aparece en las proclamas zapatistas puede verse en el Altiplano.

En ese sentido, el estado de “rebeldía” en que todavía hoy se asumen los zapatistas muestra una doble inmovilidad: en principio la de ese movimiento, que después de dos décadas no supo reconvertirse y articular con otros actores (el zapatismo, en términos mexicanos y latinoamericanos no tiene aliados, en una década donde la articulación regional de líderes y procesos fue particularmente intensa).Su triunfo sigue siendo la resistencia de la rebeldía, perdurar, conservarse. A pesar de las pretensiones de universalidad global de la lucha zapatista, tal vez haya que buscar en su pertenencia mexicana buena parte de la explicación de ese estancamiento: México es el único país importante de la región que no tuvo grandes crisis políticas, ni emergieron gobiernos de izquierda o centro izquierda.
"El éxito comunicacional que le abrió las puertas a la región y al mundo, que lo cobijó de las represalias militares del ejército, que lo volvió una “voz autorizada” en la denuncia del neoliberalismo parece haber actuado como desterritorialización respecto a la propia escena política mexicana."

Entonces: ¿cuál es el “lugar” del zapatismo? La aparición del movimiento el 1° de enero de 1994 planteó una cuestión que marcaba una impronta extra nacional. Ese día entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio entre México y Estados Unidos, anunciando una política de expansión que tendría un freno recién 11 años después, cuando se cierre el proyecto del ALCA en Mar del Plata. En ese sentido, el zapatismo supo hablar una lengua en común, que vinculaba la lucha indígena con los problemas históricos de dependencia de América latina respecto al Norte. Y, a su vez, donde parece haber estado su limitación más fuerte, es en no haber podido “nacionalizar” sus reclamos, construir un movimiento político mexicano que sea algo más que los entusiasmos pasajeros en las aulas de la Unam. Es decir: el éxito comunicacional que le abrió las puertas a la región y al mundo, que lo cobijó de las represalias militares del ejército, que lo volvió una “voz autorizada” en la denuncia del neoliberalismo parece haber actuado como desterritorialización respecto a la propia escena política mexicana. Como movimiento global, el zapatismo no supo qué hacer con su destino mexicano.

Si para el tango y la historia política de los países, veinte años no es nada, para el calendario secular de desgracias de los pueblos indígenas dos décadas parecen todavía menos. El aniversario zapatista, con sus grises y balances amargos, puede festejar, al menos, el fin del silencio anónimo. Ahí están, todavía, 20 años después.
Fuente: Telam

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