“En tanto que nosotros les decimos a
los obreros: ‘Vosotros tendréis que pasar por quince, veinte, cincuenta
años de guerras civiles y guerras nacionales, no meramente para cambiar
vuestras condiciones, sino con el fin de cambiaros vosotros mismos y
volveros aptos para el poder político’”.
Marx, 15 de setiembre de 1850
Marx, 15 de setiembre de 1850
La rigidez no es un atributo sólo de la derecha, así como el realismo
no es una virtud que convenga siempre a la izquierda. Es fácil
verificarlo: los que están a la izquierda —muchos de ellos— se complacen
en hablar de las “leyes de la dialéctica”, de las “leyes del desarrollo
económico”, de las “leyes de la lucha de clases” y de la “necesidad
histórica de la Revolución”, todo lo cual encuentra su término en una
certeza final: el necesario tránsito del capitalismo al socialismo. La
lógica es aquí de hierro: cada revolución que triunfa confirma el
determinismo de la historia. Pero ¿esta certeza es para nosotros
suficiente? Porque, cabe preguntarse: cada revolución que no llega a
realizarse, cada revolución que fracasa, ¿qué determinismo niega? ¿A
cuenta de qué irracionalidad debe ser colocada? ¿Quiere decir, en
resumidas cuentas, que no era entonces necesaria?
No es que querramos convertirnos en una
excepción a la ley histórica. Sucede solamente que por ahora nuestra
propia realidad nacional, así ordenada y regulada por esa necesidad
irónica a la que también estaríamos sometidos, se niega tenazmente a
seguirla sin más, para cer-tificar lo cual basta una mera inspección de
lo que a nuestro alrededor aparece dado. Pero lo dado, a pesar de que su
rostro no sea el que promete la esperanza que racionalmente
depositarnos en él, para el optimismo obcecado de cierta izquierda tiene
necesariamente que dejarse regular por estas leyes y esta necesidad
exterior la cual, sin embargo, no alcanzamos a ver ni cómo ni cuando
orientarán y dirigirán un proceso que nada por ahora anuncia. ¿Deberán
ellos, los optimistas, quedarse empecinadamente con la racionalidad,
para permanecer nosotros, que señalamos la carencia, atados a lo
irreductible, a lo irracional? El punto común de partida es el
siguiente: el “deber-ser” está, por definición, en este ser actual.
Hasta aquí se justifica la confianza en la razón. Pero confesemos lo que
ellos no se atreven, lo que nos falta para dar término al proceso: que
no sabemos cómo ponerla en marcha, cómo hacer para hacemos cargo y
cumplir esta obligación de cuya realización estamos, unos a otros, todos
pendientes.
Para salvar el escollo parecería que esta izquierda optimista también
está teóricamente a cubierto y tiene a las “leyes de la dialéctica” de
su lado: ¿acaso no hay —se dice— salto cualitativo del capitalismo al
socialismo? Pera ni tanto ni tan poco: ese salto no es un brinco que con
la imaginación vayamos a pegar sobre el vacío. Ése salto imaginado es
un tránsito real que, de no ser enfrentado, encubre con su vacío el
trabajo y la reflexión que todavía no fuimos capaces de crear.
Constituye, digámoslo, el núcleo de irracionalidad vivida que nuestra
izquierda es todavía incapaz de reducir, de convertir en racional.
Para no perturbar la certidumbre racional en la que se apoya la
ineficacia de izquierda, y que de alguna manera nos alcanza su propio
consuelo, ¿deberemos acaso ocultar el abismo que separa nuestras
esperanzas de una realidad que no se deja guiar, lo comprobamos a
diario, por el modelo con el que la pensamos? Porque el fracaso y los
zig-zag de la izquierda, los seudopodios que emite hacia afuera para
reconocer sus posibilidades de acción, la heroicidad individual o de
grupo que segrega e intenta iniciar el proceso por su cuenta, vuelven a
señalar la carencia de una elaboración común, de un sentido pensado en
función de sus fuerzas y de su realidad: sacrificio estéril que puede
ser grato al auto-aprecio que tenemos para con nosotros mismos, pero no
ante la objetividad precisa de los hombres.
El hecho al cual llegamos, por demás decepcionante, es éste: par más
que juntemos todas las racionalizaciones parciales de la izquierda, con
todas ellas no hacemos una única racionalidad valedera. ¿No sera esta
inadecuación la que impide que la realidad vaya a la cita que nuestra
racionalidad quiso darle?
Debería ser evidente que las interpretaciones teóricas reducidas a lo
político-socio-económico no bastan para justificar el hecho de que la
revolución, tan esperada entre nosotros, no haya acudido a las
innumerables citas que la izquierda le dio. Todas éstas son
explicaciones con exterioridad, donde la distancia que media entre el
contenido “objetivo” —datos económicos, políticos, históricos, etc.—
hasta llegar a la densidad de nuestra realidad vivida, deja abierto un
abismo de incomprensión que no sabemos cómo llenar. ¿Qué agregar a la
necesidad ya descubierta a nivel teórico en la experiencia histórica del
marxismo para que sea efectivamente necesaria? ¿Cómo llenar ese déficit
de realidad por donde las fuerzas represivas y la inercia de la
burguesía desbaratan, entre nosotros, toda teoría revolucionaria? ¿Cómo
producir esa síntesis que nos lleve al éxito, cuya fórmula racional, el
apriorismo revolucionario parecería habernos dado, pero que no nos llega
con los detalles precisos que permitan encaminarla en la sensibilidad
de nuestro propio proceso social? El problema sería éste: el marco
“formal”, teórico, de la revolución socialista, que juega para nosotros
como un a priori — puesto que no surgió de nuestra experiencia sino de
una ajena— está ya dado, para todos, en su generalidad. Pero su
necesidad efectiva sólo aparecerá para nosotros aposteriort, cuando
nuestra experiencia lo certifique: cuando realmente la revolución se
haya realizado. Pero si vamos viendo que la racionalidad ya dada, tal
cual la recibimos, no nos sirve para hacer el pasaje a la revolución
¿para qué confiar en ella, podría preguntarse, puesto que sólo se la
descubriría como necesaria sólo una vez que la revolución fuese hecha,
pero mientras tanto no? Entre lo pensado y lo real estamos nosotros,
absortos en el pasaje. Así sucede con la “novedad” que nos sorprende en
cada revolución inesperada: estalla allí donde la necesidad racional en
la forma general con que la utilizamos, no establecía la imperiosidad de
su surgimiento. ¿Cómo, entonces, fue posible? ¿Fue la suya una
irrupción contra la razón? Y si no, ¿quién creó la nueva racionalidad de
ese proceso innovador? ¿Cómo fue posible que nuestra racionalidad no la
contuviera? Se entiende que con esto no queremos negar la racionalidad
marxista; sólo queremos mostrar que una racionalidad a medias es a veces
más nefasta que la falta completa de racionalidad. Y por eso nos
preguntamos: ¿no será que pensamos la revolución con una racionalidad
inadecuada? ¿No será que vivimos la racionalidad aprendida del proceso
revolucionario fuera del contexto humano en el que la racionalidad
marxista desarrolla su pleno sentido? ¿No será que estamos pensando la
razón sin meter el cuerpo en ella?
Fuente: Marxismo Critico
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