En su libro más
reciente, El cuervo blanco, el autor “canoniza” la figura de Rufino José
Cuervo, un “loco” al que califica como “el más grande de los filólogos de este
idioma y el más noble de los colombianos”. El escritor se presenta hoy en el
Filba.
Los locos abren caminos.
Fernando Vallejo se mira en el espejo del pasado, en la desmesura de un “loco”
del siglo XIX –“el más grande de los filólogos de este idioma y el más noble de
los colombianos”– que ha sido elevado a la categoría de santo: Rufino José
Cuervo, árbitro de la lengua que “enseñó a hablar bien”. El santo en cuestión
es el protagonista de El cuervo blanco (Alfaguara), una biografía que el genial
narrador colombiano escribió para honrar su amor por la lengua española y por
Cuervo, ese erudito que no vaciló en llevar a cabo la empresa más descabellada:
un diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana que quedó
inconcluso. “Los géneros literarios son tan insignificantes e inapropiados para
decir lo compleja que es la vida que seguir recurriendo a la novela en primera
persona –porque en tercera para mí es despreciable– no alcanza. La literatura
dice muy poco del dolor de la vida”, subraya Vallejo, invitado al Festival
Internacional de Literatura (Filba), que empezó anoche (ver aparte).
Alguien golpea la puerta
del salón de un hotel con nombre y estilo francés, donde se hospedan los
autores que participan en la cuarta edición del Filba Internacional. Entra la
moza con una bandeja. Trae café y agua sin gas. Hay que verlo sonreír y
agradecer a Vallejo; es como si la rabia demencial del personaje, la voz
belicosa que vocifera un sinfín de diatribas en sus novelas –La virgen de los
sicarios o El desbarrancadero– deviniera pura caricia y amabilidad. “Nomás un
poquito”, le indica a la joven que comienza a servirle agua. “Ya se me olvidó
contra quién estaba hablando mal”, bromea el narrador colombiano en la
entrevista con Página/12.
–¿Qué
rol le asigna a empresas “locas” como el diccionario de Cuervo? Haber querido
dar cuenta de toda la construcción del idioma es un gran delirio. ¿Estos
delirios son necesarios?
–Nada es necesario, pero
estas empresas iluminan un poco la miseria de la vida del ser humano, porque
escribir un libro de filología, de gramática y de lingüística sobre un idioma
que es algo inasible, cambiante –un idioma es un río–, tiene más ribetes de
locura que de sensatez. Por lo demás, en el tiempo de Rufino José Cuervo
todavía el idioma importaba. Era cuando se empezaron a fundar las distintas
Academias de la lengua. La primera fue la española; cien años después fundaron
la colombiana, después la ecuatoriana y la mexicana. La que ni siquiera se
llama Academia de la lengua es la Argentina, que nunca tuvo la pasión por el
idioma que pudo tener Colombia, porque éste fue un país de inmigrantes que se
le vinieron a sumar al núcleo fundador español; un país que quedó en manos de
los italianos, los polacos, los judíos, los alemanes. Entonces nunca vivieron
ese purismo idiomático que pudieron tener Colombia y España, que son los dos
países en que hubo puristas del idioma que trataban de conservar lo que llaman
la “casticidad”. Eso se perdió para todos; es imparable la mezcla de las
lenguas y la predominancia del inglés sobre todos los idiomas del planeta.
Detrás de la imposición del idioma viene la imposición de una cultura y de una
forma de ver el mundo. Si Cuervo escribió un libro loco que era el Diccionario
de construcción y régimen de la lengua castellana, yo estoy más loco que él porque
estoy escribiendo un libro sobre Cuervo cuando a nadie le importa ni la
gramática ni la filología ni este idioma. Para un loco, uno peor (risas). No
les interesa el idioma, lo van a acabar... Ah, yo doy cuenta de que detrás de
la colonización del idioma viene la colonización del alma anglosajona, que
estamos padeciendo en todos los órdenes. ¡Pero qué más da que tengamos un
alma anglosajona o un alma hispánica! Al final de cuentas, somos la misma
especie, sometida a la misma tragedia en el mismo mundo-desastre en el que
vivimos.
–Pero su interés por el
idioma viene de mucho antes de la publicación de El cuervo blanco.
–Siempre me interesó. A
contracorriente de todos en Colombia, que pretendían que era un país de
gramáticos y donde se hablaba muy bien el español. Lo cual es una tontería
porque el español se habla como se puede en todas partes, en todos los ámbitos
del idioma. Puesto que la vida humana es tan sinsentido, yo no pretendo darle
ninguno, pero sí llenar la mía. Entonces la lleno con esta biografía. ¿A quién
se le ocurre escribir un libro sobre un gramático y sobre la lengua, sobre un
idioma en bancarrota? Yo no sé si el inglés está en bancarrota, pues como se
convirtió en una lengua universal, unos lo atropellan de una forma y otros de
otra. Ellos no tienen academias de la lengua, y sin embargo es el idioma que se
ha impuesto como lingua franca en los negocios, en la diplomacia –reemplazando
al francés– y en la ciencia. El idioma nuestro es un idioma de 22 países
subdesarrollados, tercermundistas, pobres, entre los cuales contamos a la pobre
España, que se convirtió en un país de mendigos. España es una provincia del
idioma anómala porque nosotros estamos unidos por muchas cosas y separados de
ellos. Era explicable después de doscientos años de independencia y con un mar
de por medio.
–¿Qué
ventajas cree que tiene el hecho de que los países latinoamericanos compartan
la unidad lingüística?
–Como no le busco
utilidades prácticas a las cosas de la vida, me da lo mismo que el idioma sirva
como fuente de comunicación. Qué más da la unidad si todo el tiempo estamos
uniéndonos y desuniéndonos: uniéndonos para separarnos y nos separamos para
volvernos a unir. La Unión Europea se hizo para unir, ahorita se desintegra y
después verá cómo la vuelven a armar. Vivimos para eso: para llenar el vacío de
la vida, uniendo para desunir. Pero más allá de las razones prácticas, de la
utilidad de que estos 22 países conserven un vínculo que los une, el desastre
va más lejos que el idioma.
–¿En
qué dirección?
–La música es para mí el
arte que más llega al corazón. Mire la música hispanoamericana, que era tan
hermosa, ¿en qué quedó? Una música muy hermosa de porros, de guarinas, de
guarachas, de cumbias, de tangos, de milongas, de boleros, más los pasadobles
españoles. En qué quedó esta música, colonizada por el ruido anglosajón que no
sabemos cómo se llama porque no he podido entender qué es música disco, qué es
música tecno... La literatura no llega al corazón como la música.
–El
cuervo blanco tiene un comienzo muy literario, en el cementerio parisiense de
Père Lachaise, donde el protagonista encuentra la tumba, sencilla y llena de
musgo, de Rufino José Cuervo. ¿Por qué eligió empezar la biografía por el
cementerio?
–Así me nació hacerlo.
Pensé que sería un buen comienzo empezarlo en la tumba y acabarlo igual –en la
tumba–, para que se cerrara rotundamente. ¿Quién de los escritores de este
idioma quiere al idioma? Borges no creo que lo quisiera, parecía que era un
escritor inglés que escribió en español porque no le quedaba más remedio.
¿Quién lo quería? Y sin embargo, la prosa que escribió Manuel Mujica Lainez es
la más hermosa del idioma. Esa, con la de Azorín, es la más rica, lexicográfica
y sintácticamente. Lo cual no quiere decir que Azorín y Mujica Lainez fueran
grandes escritores, porque una cosa es ser un gran prosista y otra cosa ser un
gran escritor.
–En
este sentido, ¿Borges sería un gran prosista de la lengua o un gran escritor
para usted?
–Hay dos Borges: uno el
poeta y el otro el prosista. Del poeta ni hablemos porque es lamentable. No
tenía el sentido de la poesía, entendida como la poesía hecha por versos. No
era su momento, ya había pasado el momento para que se hicieran grandes poemas
en el idioma. Que por lo demás son muy pocos; los versos buenos de la lengua
española caben en un cuadernito de escolar. El otro Borges es un escritor de
relatos cortos. Uno un poco largo, “El aleph”, es un magnífico relato lleno de
sentido del humor y desmesurado, escrito en buena prosa, con riqueza
sintáctica. Todos los otros relatos chiquitos, pequeñitos, son una literatura
más de divulgación del mundo árabe, por ejemplo “Los traductores de las 1001
noches”. No creo que eso haga un gran escritor a nadie; Borges puede ser un
gran divulgador o un buen tratadista de literatura. Son curiosidades de erudito
con las que ya acabaron Google, Internet y Wikipedia. Eso que era inaccesible
en el tiempo de Borges, ahora con un clic lo tenemos al alcance de la mano.
Borges es un personaje bonito por su amor a los libros y a la literatura. Y por
su tragedia de quedarse ciego, con lo cual se escapó de leer mucha basura.
De repente, como
entusiasmado por el repentino optimismo que le genera su devoción por Cuervo,
vuelve a ese amor imperecedero por el filólogo colombiano. El romance comenzó
en la infancia, cuando Vallejo leyó Apuntaciones críticas sobre el lenguaje
bogotano. “He ascendido de biógrafo a hagiógrafo, del que cuenta la vida de un
simple mortal al que cuenta la vida de un hombre bondadoso que debe estar
levantado en los altares. Ya canonicé a Cuervo. ¿Cuántos canonizó Wojtyla, la
alimaña polaca canonizadora? Unos 4000 entre beatos canonizados. Yo nomás uno.
Pero el mío hace milagros y los 4000 de él no sirven para un carajo.” No
escamotea las palabras. No se las aguarda en el reservorio de la mente. No se
deja amedrentar por aquello que, en el manual de usos y costumbres, conviene no
decir en voz alta. “Cuervo escribió un diccionario loco, disparatado. Nunca
precisó qué entendía por construcción y por régimen. No abarcaba todas las palabras,
sino las que tenían régimen y construcción, verbos o adjetivos. Era un
diccionario sui géneris que no lo había hecho nadie. Si hacer un diccionario ya
tiene mucho de desmesura, hacer uno de construcción y de régimen iba más allá.
Y en última instancia, arma una historia de la lengua porque estaba implicado
con autores del idioma desde los comienzos, desde el año 1100, hasta fines del
siglo XIX. Era una empresa sin sentido, lo cual está bien. Qué más sin sentido
puede haber que la vida humana.”
–Quizás
el gusto que muchos sienten por los diccionarios tenga que ver con cierta
fascinación por los cementerios de la lengua, ¿no?
–Sí, tiene mucho de
cementerio porque todo diccionario está lleno de arcaísmos. Pero si no tuviera
arcaísmos, al cabo de unas décadas los diccionarios se vuelven cementerios
porque se mueren las palabras que estaban vivas en el momento en que los
hicieron. Nosotros siempre decíamos “oír” y el verbo “escuchar” casi nunca se
usaba, pese a que los dos son igual de viables, puesto que vienen del latín, de
audire y auscultare. “Escuchar” es “oír con atención”. Pero uno no escucha un
trueno. Uno oye un trueno, ¿no? Entonces el verbo “escuchar”, en todo el ámbito
de la lengua española, reemplazó a “oír”. Es insólito. Ya no quedan comentaristas
del idioma y yo señalo estas cuestiones por molestar.
–¿Qué
palabras que se perdieron le generan una profunda tristeza o nostalgia?
–La muerte del verbo
“oír” se me hace terrorífica. ¿Cómo un verbo que venía de audire, que tenía
3000 años, puede morirse? Si se muere el verbo “oír”, ¡qué va quedar de mí
mañana cuando me muera! Cómo se puede morir una palabra que estaba incorporada
en las neuronas, en el código genético. Palabras como el verbo “escampar”, ¿en
Argentina se usa?
–Sí,
pero en la ciudad rara vez. Es más frecuente en las zonas rurales, y también se
usa en Uruguay.
–Ah, no importa que sea
en zonas rurales, ¡fíjese qué maravilla! En México nunca se usa; en Colombia sí
porque llueve todo el tiempo y prescindir de un verbo como “escampar” sería
imposible. Si me pusiera a hacer memoria, la lista de palabras que se han
dejado de usar y me duelen sería muy grande. Muchos son localismos de mi tierra
de Antioquia, aunque por ser localismos tienen menos dolor para mí. Lo que me
duele más es el idioma entero. No quiero decir que no se deban usar localismos
en la literatura, porque una novela tiene que estar llena del idioma de la
vida, que es el local. Y en mis novelas uso muchos localismos pero de una
manera maliciosa, para que se entiendan sin necesidad de un glosario (risas).
Fuente: Página/12
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