Por Mario Rapoport
La reforma de la Carta Orgánica del Banco Central propuesta por el Gobierno no sólo responde a una necesidad coyuntural, cuyo objetivo es el de darle una mayor flexibilidad a la política del Banco, como ocurre en otros lados, incluso en los Estados Unidos, de modo que intervenga en la política económica del Gobierno y abandone su rol pasivo de limitarse a servir de respaldo a las variaciones del dólar. En realidad, forma parte de un proceso histórico en el que deberíamos detenernos para entender mejor qué significa la supresión de su grado de autonomía frente al gobierno nacional. Para ello es necesario señalar la vinculación entre el sistema monetario y financiero, antes todavía de la creación de BCRA y después, y las políticas económicas vigentes en cada período histórico.
En primer lugar, debemos remarcar que existe una notoria similitud entre las políticas económicas del período agroexportador, sobre todo entre 1880 y 1914, y las de la década de 1990, cuando se implementan las reformas en el BCRA. Durante la etapa en la que predomina el esquema agroexportador, la política monetaria era pasiva y se caracterizaba por el fuerte ingreso de capitales (sobre todo por medio de un endeudamiento creciente) y por el montaje y desarrollo de una estructura agropecuaria sustentada en las exportaciones, con un mercado mundial que necesitaba los productos argentinos. El país, a su vez, debía proveerse de bienes industriales pero también contar con un superávit comercial suficiente para cancelar el servicio de su deuda, lo cual no siempre resultaba posible.
El orden monetario trataba de sostenerse con la Caja de Conversión, adherida al sistema de patrón oro, y puesta en funcionamiento en los períodos 1881-1885; 1890-1913; y fugazmente entre agosto de 1927 y diciembre de 1929, cuando fue suspendida al estallar la crisis mundial. Además de otras funciones, la Caja de Conversión realizaba operaciones de cambio de pesos por oro y viceversa, a un tipo de cambio fijo, y ésta era la única fuente de emisión monetaria, aunque no siempre se cumplió estrictamente ese requisito. La Caja de Conversión garantizaba el valor estable de la moneda respecto del cambio extranjero, condición necesaria para asegurar los flujos de capital y especialmente las salidas de beneficios, amortizaciones e intereses de la deuda a valores constantes. Al mismo tiempo, protegía el ingreso de los sectores agroexportadores en momentos de auge evitando la revaluación del tipo de cambio.
La desarticulación del comercio y de las inversiones internacionales en la década de 1930 convencieron a la clase dirigente de la necesidad de separar los movimientos del oro de los de la moneda nacional, y de centralizar los instrumentos monetarios, crediticios y cambiarios en una única entidad: el Banco Central. Esa etapa coincide en la Argentina con el creciente predominio del proceso de industrialización, que tenía ciclos diferentes a los de los capitales internacionales y que funcionaba en un orden económico mundial de posguerra también distinto. El BCRA permitía hacer un manejo más flexible de la oferta monetaria y, aun con gobiernos con fuerte influencia del establishment ortodoxo, nunca estuvo en juego la idea de su independencia.
Sin embargo, las reformas neoliberales llevadas a cabo en el país desde los años ’70, pero con mayor vigor en los ’90, muestran un tipo de funcionamiento similar al del esquema agroexportador de fines del siglo XIX y principios del XX, dentro de una economía mundial cada vez más orientada al predominio de las finanzas sobre las actividades productivas. Con el objetivo aparente de estabilizar la economía y derrotar los procesos inflacionarios (o hiperinflacionarios), se estableció en la Argentina un modelo rentístico-financiero, basado en la libre movilidad de capitales y en la desregulación y privatización de la economía. Para garantizar tal cosa se dictó en 1991 la ley de convertibilidad y se estableció un año después la autonomía del BCRA, con el apoyo del FMI. El fuerte endeudamiento externo público acumulado desde 1976 había favorecido la vuelta a una economía agroexportadora y comenzado a generar un nuevo tipo de ciclos determinados por los flujos de capitales externos.
Otra vez, los períodos de expansión se asociaron al ingreso de divisas desde el exterior, lo que permitía sostener el déficit comercial creado por la propia expansión y por una moneda apreciada. Cuando esos flujos de capital se interrumpían, el ciclo entraba en su fase depresiva y el ajuste recesivo equilibraba paulatinamente las cuentas externas. El Banco Central mantenía el valor externo de la moneda, pero la deflación reforzaba el ajuste y la situación tardaba en recomponerse por el peso de los servicios de la deuda, aun cuando se transfirieran sumas enormes de recursos al exterior. Al menos, el tipo de cambio fijo, la convertibilidad y el manejo monetario del Banco Central autónomo evitaban cualquier tipo de inflación nominal, a costa de una creciente recesión económica y del aumento del desempleo y la pobreza.
Cuatro razones explican lo que ocurre en los ’90. Primero, la creciente sumisión de los bancos centrales latinoamericanos a los paquetes de estabilización del FMI, basados en políticas de deflación. Segundo, el hecho de que los grupos nacionales cosmopolitas cambiaron la composición de sus activos ampliando sus depósitos financieros en bancos extranjeros. Tercero, que la única garantía para los capitales que llegaban (y para las privatizaciones) fue esa casi dolarización o tasa de cambio fija. Su tarea consistía en mantener esta ficción y asegurar, cuando fuera necesario, la fuga de capitales de sectores locales y firmas extranjeras. Cuarto, contener un proceso inflacionario que desbordaba a los gobiernos locales.
Como resultante de todo lo anterior, el principal objetivo del Banco Central debía ser el de mantener el valor de la moneda. Esta meta única, se situaba por sobre cualquier otra que pudiera colisionar con ella –el crecimiento, el empleo, la pobreza–, aunque éste no constituía el caso de la Reserva Federal de los Estados Unidos (y la de otros países), que tienen en cuenta también esos objetivos. El resultado fue que todos los que adoptaron esa política en América latina tuvieron una profunda crisis financiera, como la que sufrió la Argentina en el 2001.
Ahora, las políticas económicas del país han cambiado y entramos en un nuevo ciclo productivo, caracterizado por la reducción del endeudamiento externo y la reindustrialización. La situación se parece mucho más al período que comienza a mediados de los años ’30 y finaliza con la dictadura militar y los instrumentos monetarios deben estar a tono con esa circunstancia. El tipo de cambio flotante, aunque administrado, tenía que llevar inevitablemente al fin de la convertibilidad automática, y las vigorosas políticas de desarrollo a la necesidad de poder utilizar el respaldo del Banco Central como eje del retorno a un modelo productivo y de libre disposición de las divisas para el pago de la deuda externa. No resulta similar a la reforma de 1946, cuando la nacionalización de los depósitos y la existencia de un Banco de Crédito Industrial facilitaban el apoyo crediticio a las actividades productivas. Pero la actual reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, aun manteniendo el sistema bancario vigente, tiene una explicación histórica que se corresponde con el modelo de país que se procura afianzar y cuyo desarrollo fue alterado negativamente, con graves consecuencias, por las reformas del ’90.
Fuente: Diario Página/12
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