Una
vez al año, trecientos profesores surcoreanos son llevados en autos con
ventanas ciegas a un lugar desconocido en la montaña a definir las
preguntas del examen anual que rinden 548.000 aspirantes universitarios
del que saldrá un ranking nacional: un 4% de alumnos entrará a las tres
mejores universidades del país. Esos selectos docentes permanecen un mes
incomunicados sin internet ni teléfono. Su misión es secreta por
contrato, so pena de ir dos años a la cárcel: salvo la esposa o marido,
nadie deberá saber en los siguientes años que ese profesor ha
confeccionado esas preguntas.
Antes de comenzar la reclusión voluntaria, un detector de metales
garantiza que no ingresen dispositivos electrónicos. Un batallón de
servicios secretos del Estado controla que nadie salga ni entre del
lugar durante el mes y queman in situ toda la basura para que no
sea posible revisar bollos de papel buscando las codiciadas preguntas
que se digitalizan un día antes de ir a la imprenta: de allí salen en
camiones y la TV lo transmite en vivo.
En una sociedad marcada por la cosmovisión confuciana, la educación
es un gran símbolo de status y la posibilidad más cierta de ascenso
social. Este tema es el punto de partida del guion de la premiada
película Parasite de Bong Joon-ho: un joven de clase baja va a
darle clases particulares de inglés a una adolescente de familia rica
quien --como casi todo coreano-- vive con una espada de Damocles clavada
de nombre Suneung, ese examen que dura ocho horas y veinte minutos
donde se define el futuro de casi todo coreano. La película pone de
relieve los daños colaterales del Milagro Coreano que generó un
desarrollo económico frenético, mientras crecía una desigualdad
estratosférica con familias como la del docente de Parasite viviendo en
subsuelos que fueron refugio antimisiles (los ricos tienen sus propios
búnkeres pero preventivos).
Desde el jardín de infantes, muchos niños son entrenados para vencer y
reciben clases de inglés. A tal punto escaló la psicosis educativa que
el Estado debió promulgar una ley prohibiendo que los pequeños aprendan
inglés antes que coreano. El día del Suneung la bolsa de comercio abre
dos horas más tarde y una campaña nacional invita a no sacar el auto a
la calle para que el tránsito fluya. Si un estudiante se retrasa 5
minutos no entra y pierde un año de su vida. Se habilita un call center
para rezagados y una flota de vehículos policiales que salen con la
sirena a rescatar dormilones (algunos duermen en un hotel cercano y se
recomienda que el día anterior todos hagan el viaje a modo de prueba).
El tránsito se corta 200 metros a la redonda de cada sede y los vuelos
se suspenden durante los 40 minutos del examen oral de inglés.
Esa misma tarde se revelan las respuestas del multiple choice y cada
quien intuye si sirvió sacrificar la infancia y la adolescencia casi
completas para entrar a una buena universidad: lo logran con 490 puntos
sobre 500. Algunos tienen más posibilidades: es el caso de los hijos de
la familia rica de Parasite que contrata docentes privados en casa en
lugar de mandarlos a institutos con aulas de 20 alumnos.
La ONG coreana Mundo lo dice sin eufemismos: “los jóvenes pasan de 70
a 80 horas semanales estudiando y están entre los peores en los ranking
mundiales de felicidad y salud mental; su creatividad y sociabilidad
están sofocadas”. Muchos adolescentes se levantan antes de las 6 a.m. y
los fines de semana también van a institutos de apoyo. Un estudio del
Centro de Prevención de Enfermedades de Corea concluyó que los alumnos
de secundaria duermen en promedio 5,5 horas por noche y el 83% de los
chicos de 5 años asisten a clase extracurricular 5,2 veces por semana. En
2003, el Comité por los Derechos de los Niños de la ONU declaró: “la
naturaleza altamente competitiva de este sistema educativo obstaculiza
el desarrollo de los niños en su completo potencial”.
Mantener un hijo en Corea del Sur cuesta entre 300.000 y 400.000
dólares hasta que se gradúa en la universidad. Los exitosos en esta
carrera social tampoco la tienen fácil: un ingeniero en programación
raso en Samsung trabajando 12 horas de lunes a viernes --y unas horas
los sábados e incluso domingos-- gana 3000 dólares al mes en una ciudad
como Seúl donde un departamento de 80 m² cuesta medio millón de dólares.
Los niveles de stress de la juventud son altos y una suma de 1500
alumnos de primaria, secundaria y terciario se suicidan por año, la
mayoría por presiones en el estudio y la soledad derivada del mismo. La
debacle trágica en que deriva la frustración de la familia pobre en
Parasite es la manera en que explotó en esa “verosímil” ficción la olla
de presión coreana, por lo general bien contenida por el confucianismo.
Todo esto comenzó, al menos, durante la dinastía coreana Joseon
--siglos XIV a XIX-- que elegía sus funcionarios a través de un riguroso
examen y abrazó al confucianismo como ideología de Estado: desde allí
permeó a la base social. Según el filósofo chino Confucio, en lo más
alto de la escala social se ubicaban los ilustrados, los únicos
preparados para gobernar con justeza y honestidad. El cosmos regido por
el Tao en el Este de Asia se compone de dos fuerzas complementarias en
armonía, donde el hombre es la única disonancia. Confucio propuso
máximas virtuosas buscando que ese hombre armonizara con el cosmos y sus
semejantes. El primer paso era el respeto sagrado de la autoridad del
gobernante y las leyes en pos del equilibrio social. Esa obediencia
conservadora debía extenderse a todas las relaciones de la pirámide
social: el respeto de los menores a los mayores (“sabios seres del
crepúsculo”), de la mujer al hombre, de los hijos a los padres y del
campesino al intelectual.
El confucianismo reflejó un modo de pensar colectivo que viene de la
cultura del arroz y su trabajo comunitario. El trasfondo es que el
individuo no debe rebelarse y tendrá siempre que cumplir bien su rol,
siguiendo los rigores productivos y aceptando toda desigualdad y
jerarquía. Y tiene que renunciar a su individualidad en función del
grupo como totalidad. Todo esto ha sido naturalizado al nivel de un
ancestral inconsciente colectivo: por eso es tan difícil cuestionárselo.
Cada persona se reduce a un engranaje que, si se sale del curso, será
punida por su entorno social. Así funcionan estas sociedades
autoreguladas: “clavo que sobresale se hunde de un martillazo”. Si la
mayoría acepta que el objetivo central de la vida --y de la nación, ese
grupo mayor-- es el progreso vía el estudio para entrar a una compañía
tecnológica, todos deben intentar lo mismo. Ese modo de pensar allanó el
terreno para la fase hiperproductiva del capitalismo tigreasiático con
el soldado corporativo como punta de lanza.
El precio de diferenciarse de la masa --y de no subirse al curso del
río social-- implica resignarse a vivir en los subsuelos de la sociedad
como la desempleada familia Kim en la película, a riesgo de terminar
nadando en una cloaca. Su salvación parece ser parasitar ingeniosamente y
sin escrúpulos a una familia rica hipersensible al olor a pobre, e
incluso a otros desclasados que no lograron ser parte del exitoso “gran
colectivo confuciano” que es Corea del Sur.
Julián Varsavsky es coautor con Daniel Wizenberg del libro Corea, dos caras extremas de una misma nación (Ediciones Continente).
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