Por Horacio González
¿Cuánto vale un símbolo? La imposibilidad de responder a esta
pregunta nos lleva a la esencia del problema. Un símbolo tiene el valor
del gesto que lo sostiene, de la evocación repentina que desata y de la
promesa que pone en acto, y que sin él no existiría. Un símbolo tiene la
importancia de que no puede establecerse su valor en relación con otros
valores, sino que en sí mismo tiene su propia jerarquía y significado.
Se podría decir que un símbolo es tan complejo que vale porque no vale;
no tiene valor alguno y sin embargo adquiere un significado inmaterial
que lo convierte en imagen viva.
Imagen, no icono. De ahí el error que comete la señora Graciela
Fernández Meijide al pasar por alto y restarle significación a la acción
de descolgar el retrato de Videla, ocurrida en una ocasión
suficientemente conocida, ya compuesta como imagen pública fijada por
obvios instrumentos de representación del gesto: fotografía, cámaras de
filmación. No estamos en la época en que el pintor David se ocupaba de
fijar la coronación de Napoleón o de Blanes pintando a Roca con una
herida en la cabeza, inaugurando las sesiones del Parlamento. Pero no ha
variado el tema. Y para aliviar estos ejemplos: recordemos la conocida
instantánea donde Lenin, subido a una pequeña tarima, hace su discurso
apenas desciende del tren que lo condujo a la Estación Finlandia. ¿Estas
imágenes no son símbolos vivientes que cobijan pequeñas porciones de la
historia de la humanidad?
A veces la historia parece fabricada por hechos sin imágenes, pero
hay siempre un catálogo de formas escénicas que sostienen sus hilos
internos. Esto a veces enoja, pues querríamos no ser perturbados por
ilustraciones y efigies, en el caso de que nuestra conciencia desee ser
plana, desprovista de emblemas o deidades. Por eso surgen los
iconoclastas. Los hay de todo tipo: los que no creen que una devoción
precise imágenes y los que creen tanto en ellas que sienten la justa
necesidad de anularlas cuando lo que representan es vituperable. De un
modo u otro, sería absurdo dejar a las prácticas humanas desnudas de su
puntuación más dramática, que es cuando se componen y resuelven en
imágenes y símbolos.
Son imágenes fundadoras, que rompen un ritual y proponen otro, que
dislocan un ámbito sacralizado, que llaman a debatir la serie de
glorificaciones de un período histórico para reactualizar, mejorar o
derogar sus significados. Es una acción pedagógica que abre compuertas
en las insignias colectivas. ¿Por qué se quiere anular un acto de
anulación? ¿Aceptaríamos que hay que retirar aquel gesto presidencial de
descolgar el retrato del dictador; aceptaríamos que es bueno retirar lo
que fue un gran acto de retiro? ¿Sería mejor dejar yermo el suelo
histórico del país que contiene el gesto público de descolgar,
descolgando a su vez el significado primigenio de aquella descolgadura?
Es cierto que un símbolo, como cristalización de acciones humanas,
tiene un valor inmanente, pues significa una estría en el territorio,
una convención cultural que lleva a consensos colectivos. Pero a veces
dejan de ser objetos sobre el paisaje y una sociedad entera precisa del
gesto o la rúbrica que la despoje de sus signos nefastos. Eso no ocurre
siempre, y no lo hace cualquiera. Es un acto de firme delicadeza que
surge de lo más profundo del ser político. Siempre se crea un símbolo
negando otro símbolo. ¿Quién diría que esos símbolos nada significan?
Muchas personas –entre las que se encuentra Fernández Meijide– no
consideran adecuado que hablen los signos. Son personas que participan
de un rasgo general de un pensamiento que podríamos llamar
desmitificador o antisimbólico. No es una discusión menor, nunca lo fue,
porque si por un lado no podemos vivir dentro de los mitos, por otro
lado vivir una vida desnuda de esas grandes imágenes aglutinadoras (que
también pueden ser textos) hace a nuestra vida colectiva más desnutrida y
obtusa. El razonamiento de la señora Fernández Meijide lleva a revisar
el inmediato pasado quitándole los hechos más estremecedores de su
memorial. Sus dichos en una reciente entrevista en el diario La Nación,
basados en lo que sin duda es la inherente autoridad que posee –es una
respetable voz también amasada en la tragedia argentina–, no son sin
embargo justos. La ausencia de cariz trágico en su pensamiento la
conduce a pensar que ya habría llegado el tiempo de que los últimos
represores involucrados en juicios de lesa humanidad canjeen penalidad
por información.
No concordamos con ello, pues se trataría entonces de reinterpretar
aquellos hechos de violencia a la manera racionalista de una simetría de
pares opuestos, sinuosa revisión que sólo sería necesaria para
adicionar una reprobación general al gobierno que suponen discípulo
ficticio de aquellas lejanas épicas militantes. Este pensamiento se
tornaría aceptable si criticase modelos históricos de repetición de un
pasado tal cual fue, pero así como está formulado va más allá del reparo
a los estilos militaristas en la acción política, y se dirige
riesgosamente (inconscientemente) hacia la reivindicación del pasado
sistema militar de ruina y aniquilación. Muchos síntomas brotan por
todas partes en torno de esta aciaga rehabilitación, aprovechándose –es
necesario decirlo– de apreciaciones en torno de los derechos humanos que
podrían hoy lucir desgastadas y deberemos refinar.
Este republicanismo denegatorio de las complejidades de la memoria,
ideología de la retractación formalista, revocación expropiada de las
arrugas de la remembranza política (que, ciertamente, nunca debe estar
en un único punto fijo) necesita decir que haber retirado el cuadro de
Videla es un simbolismo que hay que volver para atrás. Como un
movimiento de ajedrez ya consumado, invalidándolo por capricho. En el
mismo día, también en La Nación, el ironista Pagni encontró cómico el
hecho de que hay distancias entre lo que se desea en lo que se escribe y
la capacidad que tiene la vida política para eventualmente refutarnos.
Por supuesto, amigo Pagni, existe lo cómico en la historia. Peor es que
en las mismas páginas de su diario exista lo trágico, y quiera
borrárselo con un puntapié desastroso en el pasadizo de los símbolos ya
erigidos. Provocaría risa si no fuera tan desafortunado.
Fuente: Página/12
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