Sobre la base de estudios realizados en Gran Bretaña,
Chile, Hungría, Israel y Holanda, un equipo de trece miembros dirigido
por el respetado sociólogo de Oxford John Goldthorpe llegó a la
conclusión de que ya no es posible diferenciar fácilmente a la elite
cultural de otros niveles más bajos en la correspondiente jerarquía
mediante los signos que otrora eran eficaces: la asistencia regular a la
ópera y a conciertos, el entusiasmo por todo lo que en algún momento se
considere "arte elevado" y el hábito de contemplar con desprecio "lo
común, desde las canciones pop hasta la televisión comercial". Ello no
equivale a decir que ya no existan personas consideradas -en gran medida
por ellas mismas- integrantes de una elite cultural: verdaderos amantes
del arte, gente que sabe mejor que sus pares no tan cultivados de qué
se trata la cultura, en qué consiste y qué se juzga comme il faut o
comme il ne faut pas -apropiado o inapropiado- para un hombre o una
mujer de cultura. Excepto que, a diferencia de aquellas elites
culturales de la modernidad, ya no son "connoisseurs" en el sentido
estricto de menospreciar el gusto del hombre común o el mal gusto de los
ignorantes. Por el contrario, hoy resulta más apropiado calificarlos de
"omnívoros", recurriendo al término acuñado por Richard A. Peterson, de
la Vanderbilt University: en su repertorio de consumo cultural hay
espacio para la ópera y también para el heavy metal y el punk, para el
"arte elevado" y también para la televisión comercial, para Samuel
Beckett y también para Terry Pratchett. Un mordisquito de esto, un
bocado de aquello, hoy una cosa, mañana otra. Una mezcolanza. de acuerdo
con Stephen Fry, autoridad en tendencias de la moda y faro de la más
exclusiva sociedad londinense (así como estrella de exitosos programas
televisivos). Fry admite públicamente:
Una persona puede ser fanática de lo digital y a la
vez leer libros; puede ir a la ópera, mirar un partido de críquet y
reservar entradas para un recital de Led Zeppelin sin partirse en
pedazos. ¿Te gusta la comida tailandesa? ¿Pero qué tiene de malo la
italiana? Epa, calma. Me gustan las dos. Sí, se puede. Me puede gustar
el rugby, el fútbol y los musicales de Stephen Sondheim. El gótico
victoriano y las instalaciones de Damien Hirst. Herb Alpert & The
Tijuana Brass y las obras para piano de Hindemith. Los himnos ingleses y
Richard Dawkins. Las ediciones originales de Norman Douglas, y además
los iPods, el billar inglés, los dardos y el ballet.
O bien, tal como lo enunció Peterson en 2005
sintetizando veinte años de investigación: "Observamos un deslizamiento
en la política de los grupos de elite, desde aquella intelectualidad
esnob que desdeña toda la cultura baja, vulgar o popular de masas [.]
hacia la intelectualidad omnívora que consume un amplio espectro de
formas artísticas populares así como cultas". En otras palabras, ninguna
obra de la cultura me es ajena: no me identifico con ninguna en un
ciento por ciento, de manera total y absoluta, y menos aún al precio de
negarme otros placeres. En todas partes me siento como en casa, a pesar
de que (o quizá porque) no hay ningún lugar que pueda considerar mi
casa. No se trata tanto de la confrontación entre un gusto (refinado) y
otro (vulgar), como de lo omnívoro contra lo unívoro, la disposición a
consumirlo todo contra la selectividad melindrosa. La elite cultural
está vivita y coleando: hoy está más activa y ávida que nunca. pero está
tan ocupada siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no
tiene tiempo para formular cánones de fe o convertir a otros.
Aparte del principio de "no ser puntilloso, no ser
quisquilloso" y "consumir más", no tiene nada que decir a la multitud
unívora que está en la base de la jerarquía cultural.
Y sin embargo, como se lee en una obra de Pierre
Bourdieu de hace apenas unas décadas, hubo un tiempo en que cada oferta
artística estaba dirigida a una clase social específica, y sólo a esa
clase, en tanto que era aceptada únicamente -o primordialmente- por esa
clase. El triple efecto de aquellas ofertas artísticas -definición de
clase, segregación de clase y manifestación de pertenencia a una clase-
era, de acuerdo con Bourdieu, su esencial razón de ser, la más
importante de sus funciones sociales, quizás incluso su objetivo oculto,
si no declarado.
Según Bourdieu, las obras de arte destinadas al consumo
estético indicaban, señalaban y protegían las divisiones entre clases,
demarcando y fortificando legiblemente las fronteras que separaban unas
de otras. A fin de trazar fronteras inequívocas y protegerlas con
eficacia, todos los objets d'art, o al menos una significativa mayoría,
debían estar destinados a conjuntos mutuamente excluyentes, cuyos
contenidos no correspondía mezclar ni aprobar o poseer de forma
simultánea. Lo que contaba no eran tanto sus contenidos o cualidades
innatas como sus diferencias, su intolerancia mutua y la prohibición de
conciliarlas, características erróneamente presentadas como
manifestación de su resistencia innata e inmanente a las relaciones
morganáticas. Había gustos de las elites -"alta cultura" por
naturaleza-, gustos mediocres o "filisteos" típicos de la clase media y
gustos "vulgares", venerados por las clases bajas: y mezclar esos gustos
era más difícil que mezclar agua con fuego. Quizá la naturaleza
abominara del vacío, pero lo indudable era que la cultura no toleraba
una mélange. En La distinción, Bourdieu dijo que la cultura se
manifestaba ante todo como un instrumento útil concebido a conciencia
para marcar diferencias de clase y salvaguardarlas: como una tecnología
inventada para la creación y la protección de divisiones de clase y
jerarquías sociales.
En resumen, la cultura se manifestaba tal como la había
descripto Oscar Wilde un siglo antes: "Quienes encuentran significados
bellos en las cosas bellas son espíritus cultivados [.]. Son los
elegidos, y para ellos las cosas bellas sólo significan belleza". "Los
elegidos", es decir, los que cantan loas a aquellos valores que ellos
mismos sostienen, al tiempo que se aseguran el triunfo en el concurso de
canciones. Es inevitable que encuentren significados bellos en la
belleza, ya que son ellos quienes deciden qué es la belleza; incluso
antes de que comenzara la búsqueda de la belleza, quiénes si no los
elegidos decidieron dónde buscarla (en la ópera y no en el music hall o
en un puesto de feria; en las galerías y no en las paredes de la ciudad o
en las reproducciones baratas que decoran las casas obreras y
campesinas; en volúmenes con tapas de cuero y no en la gráfica del
periódico o en otras publicaciones que se adquieren por centavos). Los
elegidos no son elegidos en virtud de su percepción de lo bello, sino
más bien en virtud de que la aserción "esto es bello" es vinculante
precisamente porque la han pronunciado ellos y la han confirmado con sus
acciones.
Sigmund Freud creía que el saber estético busca en vano
la esencia, la naturaleza y las fuentes de la belleza, sus cualidades
inmanentes, por así decir, y suele ocultar su ignorancia en un torrente
de pronunciamientos pomposos, presuntuosos y en última instancia vacíos.
"La belleza no tiene una utilidad evidente -decreta Freud-, ni es
manifiesta su necesidad cultural, y sin embargo la cultura no podría
vivir sin ella."
Pero por otra parte, tal como sugiere Bourdieu, la
belleza tiene sus beneficios y hay una necesidad de que exista. Aunque
los beneficios no son "desinteresados", como aseveraba Kant, son
beneficios de todos modos, y si bien la necesidad no es necesariamente
cultural, es social; y es muy probable que tanto los beneficios como la
necesidad de distinguir entre belleza y fealdad, o entre delicadeza y
vulgaridad, perduren mientras existan la necesidad y el deseo de
distinguir la alta sociedad de la baja sociedad, así como al connoisseur
de gustos refinados de quienes tienen mal gusto, de las vulgares masas,
de la plebe y de la chusma...
Luego de considerar atentamente estas descripciones e
interpretaciones, queda claro que la "cultura" (un conjunto de
preferencias sugeridas, recomendadas e impuestas en virtud de su
corrección, excelencia o belleza) era para los autores citados, en
primer lugar y en definitiva, una fuerza "socialmente conservadora". A
fin de demostrar su eficacia en esta función, la cultura tenía que poner
en práctica, con igual tesón, dos actos de subterfugio aparentemente
contradictorios. Tenía que ser tan enfática, severa e inflexible en sus
avales como en sus censuras, en otorgar como en negar entradas, en
autorizar documentos de identidad como en negar derechos de ciudadanía.
Además de identificar qué era deseable y recomendable por ser "como debe
ser" -familiar y acogedor-, la cultura necesitaba significantes para
indicar qué cosas merecían desconfianza y debían ser evitadas a causa de
su bajeza y su amenaza encubierta; letreros que advirtieran, como más
allá de los confines de Roma en los mapas antiguos, que hic sunt leones:
aquí hay leones. La cultura debía asemejarse al náufrago de aquella
parábola inglesa aparentemente irónica pero de intención moralizante,
que a fin de sentirse como en casa, es decir, de adquirir una identidad y
defenderla con eficacia, tuvo que construir tres moradas en la isla
desierta donde había zozobrado su barco: la primera era su vivienda, la
segunda era el club que frecuentaba todos los sábados y la tercera
cumplía la sola función de ser el lugar cuyo umbral el náufrago no debía
cruzar, y en consecuencia evitó cruzar asiduamente en todos los largos
años que pasó en la isla.
Cuando fue publicado hace más de treinta años, La
distinción de Bourdieu puso patas arriba el concepto original de
"cultura" nacido con la Ilustración y luego transmitido de generación en
generación. El significado de cultura que descubría, definía y
documentaba Bourdieu estaba a una distancia remota del concepto de
"cultura" tal como se lo había moldeado e introducido en el lenguaje
corriente durante el tercer cuarto del siglo XVIII, casi al mismo tiempo
que el concepto inglés de refinement y el alemán de Bildung.
De acuerdo con su concepto original, la "cultura" no
debía ser una preservación del statu quo sino un agente de cambio; más
precisamente, un instrumento de navegación para guiar la evolución
social hacia una condición humana universal. El propósito original del
concepto de "cultura" no era servir como un registro de descripciones,
inventarios y codificaciones de la situación imperante, sino más bien
fijar una meta y una dirección para las iniciativas futuras. El nombre
"cultura" fue asignado a una misión proselitista que se había planeado y
emprendido como una serie de tentativas cuyo objeto era educar a las
masas y refinar sus costumbres, para mejorar así la sociedad y conducir
al "pueblo" -es decir, a quienes provenían de las "profundidades de la
sociedad- hacia sus más altas cumbres. La "cultura" se asociaba a un
"rayo de luz" que pasaba "bajo los aleros" para ingresar a las moradas
del campo y la ciudad, llegando a los oscuros escondrijos del prejuicio y
la superstición que, como tantos otros vampiros (se creía), no
sobrevivirían a la luz del día. De acuerdo con el apasionado
pronunciamiento de Matthew Arnold en su influyente libro con el
sugestivo título Cultura y anarquía (1869), la "cultura" "procura
suprimir las clases sociales, difundir en todas partes lo mejor que se
haya pensado o conocido en el mundo, lograr que todos los hombres vivan
en una atmósfera de belleza e inteligencia"; además, de acuerdo con otra
opinión expresada por Arnold en su introducción a Literature and Dogma
(1873), la cultura es la combinación de los sueños y los deseos humanos
con el esfuerzo de quienes quieren y pueden satisfacerlos: "La cultura
es la pasión por la belleza y la inteligencia, y (más aún) la pasión por
hacerlas prevalecer".
La palabra "cultura" ingresó en el vocabulario moderno
como una declaración de intenciones, como el nombre de una misión que
aún era preciso emprender. El concepto era tanto un eslogan como un
llamado a la acción. Al igual que el concepto que proporcionó la
metáfora para describir esta intención (el concepto de "agricultura",
que asociaba a los agricultores con los campos que cultivaban),
exhortaba al labrador y al sembrador a que araran y sembraran el suelo
árido para enriquecer la cosecha mediante el cultivo (incluso Cicerón
usó esta metáfora al describir la educación de los jóvenes con el
término cultura animi). El concepto suponía una división entre los
educadores llamados a cultivar las almas, relativamente escasos, y los
numerosos sujetos que habían de ser cultivados; los guardianes y los
guardados, los supervisores y los supervisados, los educadores y los
educandos, los productores y sus productos, sujetos y objetos, así como
el encuentro que debía tener lugar entre ellos.
De la palabra "cultura" se infería un acuerdo planeado y
esperado entre quienes poseían el conocimiento (o al menos estaban
seguros de poseerlo) y los incultos (llamados así por sus entusiastas
aspirantes a educadores); un contrato, vale aclarar, provisto de una
sola firma, endosado de forma unilateral y puesto en marcha bajo la
exclusiva dirección de la flamante "clase instruida", que reivindicaba
su derecho a moldear el orden "nuevo y mejor" sobre las cenizas del
Ancien Régime. La intención expresa de esta nueva clase era la
educación, la ilustración, la elevación y el ennoblecimiento de le
peuple, de quienes recientemente habían sido investidos del rol de
citoyens en los nuevos état-nations, el apareamiento de una nación
recién formada que se elevaba a la existencia de Estado soberano con el
nuevo Estado que aspiraba a desempeñar el papel de fideicomisario,
defensor y guardián de la nación.
El "proyecto de ilustración" otorgaba a la cultura
(entendida como actividad semejante al cultivo de la tierra) el estatus
de herramienta básica para la construcción de una nación, un Estado y un
Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de la
clase instruida. Entre ambiciones políticas y deliberaciones
filosóficas, pronto cristalizaron dos metas gemelas de la empresa de
ilustración (ya se las anunciara abiertamente o se las supusiera de
forma tácita) en el doble postulado de la obediencia de los súbditos y
la solidaridad entre compatriotas.
El crecimiento del "populacho" incrementaba la
confianza del Estado nación en formación, pues se creía que el
incremento en el número de potenciales trabajadores-soldados aumentaría
su poder y garantizaría su seguridad. Sin embargo, puesto que el
esfuerzo conjunto de la construcción nacional y el crecimiento económico
también resultaba en un excedente cada vez mayor de individuos (en
esencia, era preciso desechar categorías enteras de población para dar a
luz y fortalecer el orden deseado, así como acelerar la creación de
riquezas), el flamante Estado nación pronto enfrentó la apremiante
necesidad de buscar nuevos territorios allende sus fronteras:
territorios con capacidad para absorber el exceso de población que ya no
encontraba lugar entre los límites del suyo.
La perspectiva de colonizar dominios lejanos demostró
ser un potente estímulo para la idea iluminista de la cultura y dotó la
misión proselitista de una dimensión completamente nueva que abarcaba en
potencia al mundo entero. En exacto reflejo de la idea de "ilustración
del pueblo" se forjó el concepto de la "misión del hombre blanco", que
consistía en "salvar al salvaje de su barbarie". Pronto estos conceptos
serían dotados de un comentario teórico en la forma de una teoría
evolucionista de la cultura, que elevaba el mundo "desarrollado" al
estatus de incuestionable perfección, que tarde o temprano habría de ser
imitada o deseada por el resto del planeta. En aras de esta meta era
preciso ayudar activamente al resto del mundo, coaccionándolo en caso de
que opusiera resistencia. La teoría evolucionista de la cultura
adjudicaba a la sociedad "desarrollada" la función de convertir a todos
los habitantes del planeta. Todas sus futuras empresas e iniciativas se
reducían al papel que estaba destinada a desempeñar la elite instruida
de la metrópoli colonial frente a su propio "populacho" metropolitano.
Bourdieu concibió su investigación, recabó los datos y
los interpretó en el preciso momento en que estas iniciativas comenzaban
a perder su ímpetu y su sentido de dirección, y en términos generales
ya estaban exánimes, al menos en las metrópolis donde se tramaban las
visiones del futuro esperado y postulado, aunque no tanto en las
periferias del imperio, desde donde las fuerzas expedicionarias eran
llamadas a volver mucho antes de que hubieran logrado elevar la vida de
los nativos a los estándares adoptados en las metrópolis. En cuanto a
estas últimas, la ya bicentenaria declaración de intenciones había
logrado establecer en ellas una amplia red de instituciones ejecutivas,
financiadas y administradas principalmente por el Estado, con suficiente
vigor como para apoyarse en su propio ímpetu, su rutina arraigada y su
inercia burocrática. Ya se había moldeado el producto deseado (un
"populacho" transformado en un cuerpo cívico) y se había asegurado la
posición de las clases educadoras en el nuevo orden, o al menos se había
logrado que fueran aceptadas como tales. Lejos de aquella audaz y
arriesgada tentativa, cruzada o misión de antaño, la cultura se
asemejaba ahora a un mecanismo homeostático: una suerte de giroscopio
que protegía al Estado nación de los vientos de cambio y de las
contracorrientes, a la vez que lo ayudaba, a pesar de las tempestades y
los caprichos del tiempo inestable, a "mantener el barco en su rumbo
correcto" (o bien, como diría Talcott Parsons mediante su expresión por
entonces en boga, permitir que el "sistema" "recobre su propio
equilibrio").
En resumen, la "cultura" dejaba de ser un estimulante
para transformarse en tranquilizante, dejaba de ser el arsenal de una
revolución moderna para transformarse en un depósito de productos
conservantes. La "cultura" pasó a ser el nombre de las funciones
adjudicadas a estabilizadores, homeostatos o giróscopos. Cuando Bourdieu
la captó, inmovilizó, registró y analizó a la manera de una instantánea
en La distinción, la cultura se hallaba en pleno cumplimiento de estas
funciones (que pronto se revelarían como efímeras). Bourdieu no logró
sustraerse al destino del proverbial búho de Minerva, esa diosa de toda
sabiduría: observaba un paisaje iluminado por el sol poniente, cuyos
contornos habían adquirido una nitidez momentánea que pronto se fundiría
en el inminente crepúsculo. Lo que captó en su análisis fue la cultura
en su etapa homeostática: la cultura al servicio del statu quo, de la
reproducción monótona de la sociedad y el mantenimiento del equilibrio
del sistema, justo antes de la inevitable pérdida de su posición, que se
aproximaba a paso redoblado.
Esa pérdida de posición fue el resultado de una serie
de procesos que estaban transformando la modernidad, llevándola de su
fase "sólida" a su fase "líquida". Uso aquí el término "modernidad
líquida" para la forma actual de la condición moderna, que otros autores
denominan "posmodernidad", "modernidad tardía", "segunda" o "híper"
modernidad. Esta modernidad se vuelve "líquida" en el transcurso de una
"modernización" obsesiva y compulsiva que se propulsa e intensifica a sí
misma, como resultado de la cual, a la manera del líquido -de ahí la
elección del término-, ninguna de las etapas consecutivas de la vida
social puede mantener su forma durante un tiempo prolongado. La
"disolución de todo lo sólido" ha sido la característica innata y
definitoria de la forma moderna de vida desde el comienzo, pero hoy, a
diferencia de ayer, las formas disueltas no han de ser remplazadas -ni
son remplazadas- por otras sólidas a las que se juzgue "mejoradas", en
el sentido de ser más sólidas y "permanentes" que las anteriores, y en
consecuencia aún más resistentes a la disolución. En lugar de las formas
en proceso de disolución, y por lo tanto no permanentes, vienen otras
que no son menos -si es que no son más- susceptibles a la disolución y
por ende igualmente desprovistas de permanencia.
Al menos en esa parte del planeta donde se formulan, se
difunden, se leen con fruición y se debaten apasionadamente las
apelaciones en favor de la cultura (a la que, recordemos, se había
relevado antes de su rol de asistente de las naciones, los Estados y las
jerarquías sociales en proceso de autodeterminación y
autoconfirmación), ésta pierde rápidamente su función de sierva de una
jerarquía social que se reproduce a sí misma. Las tareas hasta entonces
encomendadas a la cultura fueron cayendo una por una, quedaron
abandonadas o pasaron a ser cumplidas por otros medios y con diferentes
herramientas. Liberada de las obligaciones que le habían impuesto sus
creadores y operadores -obligaciones consecuentes con el rol primero
misional y luego homeostático que cumplía en la sociedad-, la cultura
puede ahora concentrarse en la satisfacción y la solución de necesidades
y problemas individuales, en pugna con los desafíos y las tribulaciones
de las vidas personales.
Puede decirse que la cultura de la modernidad líquida
(y más en particular, aunque no de forma exclusiva, su esfera artística)
se corresponde bien con la libertad individual de elección, y que su
función consiste en asegurar que la elección sea y continúe siendo una
necesidad y un deber ineludible de la vida, en tanto que la
responsabilidad por la elección y sus consecuencias queda donde la ha
situado la condición humana de la modernidad líquida: sobre los hombros
del individuo, ahora designado gerente general y único ejecutor de su
"política de vida".
No hablamos aquí de un cambio de paradigma ni de su
modificación: resulta más apropiado hablar del comienzo de una era
"posparadigmática" en la historia de la cultura (y no sólo de la
cultura). Aunque el término "paradigma" aún no ha desaparecido del
vocabulario cotidiano, se ha sumado a la familia de las "categorías
zombis" (como diría Ulrich Beck), que crece a paso acelerado: categorías
que deben ser usadas sous rature [en borrador] si, en ausencia de
sustitutos adecuados, todavía no estamos en condiciones de renunciar a
ellas (como preferiría decirlo Jacques Derrida). La modernidad líquida
es una arena donde se libra una constante batalla a muerte contra todo
tipo de paradigmas, y en efecto contra todos los dispositivos
homeostáticos que sirven a la rutina y al conformismo, es decir que
imponen la monotonía y mantienen la predictibilidad. Ello se aplica
tanto al concepto paradigmático heredado de cultura como a la cultura en
sentido amplio (es decir, la suma total de los productos artificiales o
el "excedente de la naturaleza" hecho por el ser humano), que aquel
concepto intentó captar, asimilar intelectualmente y volver inteligible.
Hoy la cultura no consiste en prohibiciones sino en
ofertas, no consiste en normas sino en propuestas. Tal como señaló antes
Bourdieu, la cultura hoy se ocupa de ofrecer tentaciones y establecer
atracciones, con seducción y señuelos en lugar de reglamentos, con
relaciones públicas en lugar de supervisión policial: produciendo,
sembrando y plantando nuevos deseos y necesidades en lugar de imponer el
deber. Si hay algo en relación con lo cual la cultura de hoy cumple la
función de un homeostato, no es la conservación del estado presente sino
la abrumadora demanda de cambio constante (aun cuando, a diferencia de
la fase iluminista, se trata de un cambio sin dirección, o bien en una
dirección que no se establece de antemano). Podría decirse que sirve no
tanto a las estratificaciones y divisiones de la sociedad como al
mercado de consumo orientado por la renovación de existencias.
La nuestra es una sociedad de consumo: en ella la
cultura, al igual que el resto del mundo experimentado por los
consumidores, se manifiesta como un depósito de bienes concebidos para
el consumo, todos ellos en competencia por la atención insoportablemente
fugaz y distraída de los potenciales clientes, empeñándose en captar
esa atención más allá del pestañeo. Tal como señalamos al comienzo, la
eliminación de las normas rígidas y excesivamente puntillosas, la
aceptación de todos los gustos con imparcialidad y sin preferencia
inequívoca, la "flexibilidad" de preferencias (el actual nombre
políticamente correcto para el carácter irresoluto), así como las
elecciones transitorias e inconsecuentes, constituyen la estrategia que
se recomienda ahora como la más sensata y correcta. Hoy la insignia de
pertenencia a una elite cultural es la máxima tolerancia y la mínima
quisquillosidad. El esnobismo cultural consiste en negar ostentosamente
el esnobismo. El principio del elitismo cultural es la cualidad
omnívora: sentirse como en casa en todo entorno cultural, sin considerar
ninguno como el propio, y mucho menos el único propio. Un crítico y
reseñador de TV de la prensa intelectual británica elogió un programa
del Año Nuevo 2007-2008 por su promesa de "brindar un conjunto de
entretenimientos musicales para satisfacer el apetito de todos". "Lo
bueno -explicó- es que su atractivo universal permite a uno entrar y
salir del show según la preferencia." Es una cualidad digna de elogio y
en sí admirable de la oferta cultural en una sociedad donde las redes
reemplazan a las estructuras, en tanto que un juego ininterrumpido de
conexión y desconexión de esas redes, así como la interminable secuencia
de conexiones y desconexiones, reemplazan a la determinación, la
fidelidad y la pertenencia.
Hay otro aspecto a destacar en las tendencias aquí
descriptas: una de las consecuencias de que el arte se quite de encima
la carga de cumplir una función de peso es también la distancia, a
menudo irónica o cínica, que adoptan con respecto a él tanto sus
creadores como sus receptores. Hoy el discurso sobre el arte rara vez
adquiere el tono ceremonioso o reverencial tan común en el pasado. Ya no
se llega a las manos. No se levantan barricadas. No hay destellos de
puñales. Si se dice algo en relación con la superioridad de una forma de
arte sobre otra, se lo expresa sin pasión y sin brío; por otra parte,
las visiones condenatorias y la difamación son menos frecuentes que
nunca. Tras este estado de las cosas se esconde una sensación de
vergüenza, una falta de confianza en sí mismo, una suerte de
desorientación: si los artistas ya no tienen a su cargo tareas
grandiosas y trascendentes, si sus creaciones no sirven a otro propósito
que brindar fama y fortuna a unos pocos elegidos, además de entretener y
complacer personalmente a sus receptores, ¿cómo han de ser juzgados si
no es por el bombo publicitario que acaso reciben en un momento dado?
Tal como sintetizó diestramente Marshall McLuhan esta situación, "el
arte es cualquier cosa que permita a uno salirse con la suya". O tal
como Damien Hirst -actual niño mimado de las más elegantes galerías
londinenses y de quienes pueden darse el lujo de ser sus clientes-
admitió cándidamente al recibir el Premio Turner, prestigioso galardón
británico de arte: "Es asombroso lo mucho que se puede hacer con un
promedio escolar regular en artes, una imaginación retorcida y una
sierra".
Las fuerzas que impulsan la transformación gradual del
concepto de "cultura" en su encarnación moderna líquida son las mismas
que contribuyen a liberar los mercados de sus limitaciones no
económicas: principalmente sociales, políticas y étnicas. La economía de
la modernidad líquida, orientada al consumo, se basa en el excedente y
el rápido envejecimiento de sus ofertas, cuyos poderes de seducción se
marchitan de forma prematura. Puesto que resulta imposible saber de
antemano cuáles de los bienes ofrecidos lograrán tentar a los
consumidores, y así despertar su deseo, sólo se puede separar la
realidad de las ilusiones multiplicando los intentos y cometiendo
errores costosos. El suministro perpetuo de ofertas siempre nuevas es
imperativo para incrementar la renovación de las mercancías, acortando
los intervalos entre la adquisición y el desecho a fin de reemplazarlas
por bienes "nuevos y mejores". Y también es imperativo para evitar que
los reiterados desencantos de bienes específicos lleven a desencantar
por completo esa vida pintada con los colores del frenesí consumista
sobre el lienzo de las redes comerciales.
La cultura se asemeja hoy a una sección más de la
gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo,
con productos que se ofrecen a personas que han sido convertidas en
clientes. Tal como ocurre en las otras secciones de esta megatienda, los
estantes rebosan de atracciones que cambian a diario, y los mostradores
están festoneados con las últimas promociones, que se esfumarán de
forma tan instantánea como las novedades envejecidas que publicitan. Los
bienes exhibidos en los estantes, así como los anuncios de los
mostradores, están calculados para despertar antojos irreprimibles,
aunque momentáneos por naturaleza (tal como lo enunció George Steiner,
"hechos para el máximo impacto y la obsolescencia instantánea"). Tanto
los mercaderes de los bienes como los autores de los anuncios combinan
el arte de la seducción con el irreprimible deseo que sienten los
potenciales clientes de despertar la admiración de sus pares y disfrutar
de una sensación de superioridad.
Para sintetizar, la cultura de la modernidad líquida ya
no tiene un "populacho" que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que
seducir. En contraste con la ilustración y el ennoblecimiento, la
seducción no es una tarea única, que se lleva a cabo de una vez y para
siempre, sino una actividad que se prolonga de forma indefinida. La
función de la cultura no consiste en satisfacer necesidades existentes
sino en crear necesidades nuevas, mientras se mantienen aquellas que ya
están afianzadas o permanentemente insatisfechas. El objetivo principal
de la cultura es evitar el sentimiento de satisfacción en sus ex
súbditos y pupilos, hoy transformados en clientes, y en particular
contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que no
dejaría espacio para nuevos antojos y necesidades que satisfacer.
Traducción: Lilia Mosconi
La cultura en el mundo de la modernidad líquida
Zygmunt Bauman
Fondo de Cultura Económica.
Zygmunt Bauman
Fondo de Cultura Económica.
Fuente: La Nación
No hay comentarios:
Publicar un comentario