Fuente: Página/12
“Mis padres eran unos pobres jornaleros del campo que no sabían leer ni escribir. Naturalmente, a mí también, en cuanto pude, me pusieron a trabajar. Iba a espigar, a vendimiar, arrancar trigo y cebada, a recoger olivas, a lo que salía. En los ratos libres deletreaba todos los impresos que caían en mis manos, romances de ciego, libros, cuentos de la escuela y cosas así. A mi madre en cambio, la enfadaba. ‘¿Pero le vas a consentir que aprenda a leer?’, le decía, escandalizada, a mi padre. Y mi padre, sonriendo, contestaba: ‘Ya no tiene remedio, mujer, ya sabe’”. Así hablaba de sus orígenes la autodidacta María Domínguez, nacida en Pozuelo de Aragón, en 1882. Recordaba también que su mamá le indicaba cuando aún era pequeña: “Mira, hija, por la calle se va siempre con la vista baja. A los hombres no se les mira”, y que por hacerle caso, los vecinos le endilgaron el mote “María la tonta”. Apodo desdeñoso que, años más tarde, ella usaría con ironía para firmar las notas incisivas que escribió para publicaciones como Ideal de Aragón, Vida Nueva, El País…
Luchadora republicana, socialista y feminista, su vida fue todo menos fácil, pero aún así se las apañó para salir adelante. A punto tal que esa joven muchacha devino, en 1932, primera alcaldesa democrática de España. Logro inédito que, por esos días, no dejó indiferente a la prensa. “¿Se figuraban ustedes que existiera en España un Ayuntamiento gobernado por una mujer?, ¿un Ayuntamiento donde en vez de alcalde hubiera alcaldesa? Pues existe. Y además en una tierra que hasta ahora no había manifestado, si hemos de juzgar por su folklore, demasiado entusiasmo feminista…”, dejaba entrever su asombro el entonces naciente diario gráfico Ahora en un artículo de ese mismo año. La tierra era “un pueblecito de Aragón que se llama Gallur”. La mujer, dicho está, María Domínguez, que así hacía historia durante la Segunda República. Nótese que, como indica el medio El Español, “en esas mismas fechas solo tres mujeres contaba con un escaño en las Cortes: Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken”. Nótese además que abogaban aún por el sufragio femenino: solo al año siguiente, en el ’33, las mujeres votarían por primera vez.
Retomando los hilos, aunque el nombre de MD pasó al olvido buena parte de la última centuria, ha vuelto a ser noticia los pasados días al informar rotativos ibéricos que, tras los análisis pertinentes, restos exhumados semanas atrás de una fosa de Fuendejalón, Zaragoza, tenían por fin nombre y apellido. Era ella, María Domínguez, desaparecida el 7 de septiembre de 1936 tras ser fusilada con un tiro en la nuca por soldados franquistas. Junto a sus huesos, se encontraron una peineta, cuatro horquillas, dos botones de nácar… “Merece reconocimiento y que reivindiquemos su legado”, tuiteó Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno y miembro del PSOE, nomás enterarse del tardío hallazgo.
En vida, María superó tantísimos obstáculos: su familia le escogió pretendiente y, a los 18 años, tuvo que casarse con Bonifacio Ba Cercé, un tipo que no trabajaba y bebía demasiado, y que le pegó durante 7 años. Cansada de las constantes vejaciones, “con lo puesto y a pie por el monte” -como ella misma más tarde relataría-, huyó de su marido en 1907, pero él la siguió hostigando, llegando incluso a denunciarla por abandono. María fue puesta en “busca y captura”, perseguida por la policía, pero afortunadamente no fue detenida. Pasó una temporada en Barcelona trabajando como limpiadora, para luego regresar a Zaragoza y, con sus magros ahorros, comprar una máquina de coser y ganarse la vida vendiendo medias. Por las noches, estudiaba en la Escuela de Artes y Oficios, y en los ratos libres, despuntaba el vicio de la escritura. Mandaba epístolas a diarios, y así logró convertirse en colaboradora de varias publicaciones, muy agradecida -por cierto- de que “me corrigieran las faltas de ortografía”.
Cuando consiguió, por fin, matricularse como maestra y ser fichada para un cargo, la mala suerte volvió a interponerse: cayó gravemente enferma durante la pandemia que aquejaba, la gripe española del ’18, y pudo sobrevivir gracias a la ayuda de sus amistades republicanas. A los 44, por cierto, murió el marido abusivo, y entonces pudo casarse nuevamente con Arturo Romanos, esquilador viudo y militante socialista, con el que se mudó a Gallur. Juntos desarrollaron una intensa actividad sindical, impulsando el movimiento obrero de la zona.
Acababa de cumplir los 50 cuando fue nombrada alcaldesa. “¿Le sorprende ver cada vez más mujeres en política?”, quiso saber un periodista, y ella: “No, de ningún modo. Hay que tener en cuenta que no es la persona ni el sexo, sino la representación de una autoridad legal, encargada de hacer cumplir las leyes”. Entre sus primeras medidas, saneó las arcas municipales, encomendó la construcción de un edificio donde pudieran estudiar niñas y niños por igual, aplicó legislación social frenando jornadas abusivas, generó puestos de trabajo. También dejó asentado que de ninguna manera consentiría “que a nadie se moleste, bajo ningún pretexto, por sus doctrinas ni creencias”. Cuando dejó su cargo al cabo de un año, siguió dando conferencias y escribiendo; por caso, el libro Opiniones de mujeres, donde defendía la equidad, la importancia del acceso a la educación y, por supuesto, el divorcio.
Hace unos pocos años, quiso la cineasta Vicky Calavia rendir homenaje a esta mujer prácticamente ignota a través del documental La palabra libre, donde ofrece una semblanza de quien defendiera a capa y espada valores inoxidables: “la igualdad de la mujer, la libertad de pensamiento, el voto femenino, la lucha contra la opresión, la liberación de los prejuicios culturales y religiosos, la enseñanza, la cultura como motor de cambio y superación, el amor no impuesto, elegido”. María -ni un pelo de tonta- Domínguez, en fin.
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