Economía colaborativa
Esto no es nuevo sino tradicional: el mejor ejemplo de consumo colaborativo son las bibliotecas, donde se puede disfrutar de un libro sin poseerlo. Pero tendió a diluirse en la sopa individualista del último medio siglo: a medida que las ciudades crecían y el hiperconsumismo avanzaba, pedirle una herramienta prestada al vecino se fue convirtiendo en una excepción a la regla absurda de comprarla para usarla quizás una sola vez. Rachel Botsman popularizó el ejemplo del taladro: en Estados Unidos cada taladro se usa un promedio de 13 minutos en toda su vida útil.
Ahora, internet y las redes sociales le dan otra escala a las comunidades: ayudan a hacer visible y difundir lo subutilizado, simplificar los intercambios entre miles de personas, y también a acuñar la gran moneda virtual: la confianza entre extraños, basada en la reputación online. No es lo mismo subirse al auto de un desconocido –el viejo y conocido “hacer dedo”– que viajar con alguien a quien ocho amigos de Facebook calificaron como confiable.
En realidad, el papel de internet va más allá de un salto de escala. Toda la cultura libre y abierta, basada en la circulación del conocimiento y la colaboración entre pares, se alimenta de la filosofía del software libre y la ética hacker, que pone el valor social por encima del económico. Internet es el espacio natural de la colaboración: puede verse en proyectos autogestivos como Wikipedia, un “pequeño emprendimiento que es el quinto sitio web más visitado del mundo”, construida por unos 71 mil editores voluntarios que se autorregulan.
Algunos ejemplos de las plataformas de economía colaborativa más conocidas son Airbnb, el sitio global para alquilar habitaciones o departamentos entre particulares, que ya superó a la cadena hotelera Hilton en camas ocupadas; BlablaCar o Carpooling para compartir viajes en auto; y sitios de compraventa de bienes usados como eBay o Mercado Libre. También hay finanzas descentralizadas, con el modelo de Kickstarter para financiamiento colectivo o crowdfunding, y plataformas de préstamos de persona a persona que le están quitando público a los bancos; espacios de trabajo compartido o coworking, y todo un universo de producción colaborativa conocido como movimiento maker, que toma nuevo impulso con la impresión 3D. No es un fenómeno marginal: la revista Forbes estimó que en 2013 la economía colaborativa movió unos U$ 3500 millones solo en Estados Unidos.
También hay toda una vertiente independiente del dinero, como la red de alojamiento gratuito Couchsurfing, las gratiferias donde todo se regala, los bancos de tiempo o las plataformas educativas como Coursera: lo que se conoce como economía del regalo o del don. Gran parte de estas iniciativas, con y sin pagos de por medio, están compiladas en el libro What’s Mine is Yours: the Rise of Collaborative Consumption (Lo tuyo es mío: el ascenso del consumo colaborativo), publicado en 2010 por Rachel Botsman y Roo Rogers.
En Argentina hay plataformas locales como Ideame (crowdfunding), Educabilia (cursos), Zukbox (alojamiento), Afluenta (préstamos), Carpoolear (viajes en auto) y muchas otras; se puede consultar una lista en el sitio el plan C. En mayo pasado, Buenos Aires fue el epicentro de la primera Semana de la Economía Colaborativa, organizada por Minka, que se celebró con 75 actividades en ciudades de América latina. Coincidió en el tiempo con el OuiShare Fest, una conferencia de tres días que reunió a los principales teóricos del movimiento en París, y la Sharing Spring, un abanico de eventos colaborativos en Estados Unidos, promovidos por la revista online Shareable.
Por supuesto que la economía colaborativa, entendida como intercambios descentralizados entre pares en busca de la optimización de los recursos y el bien común, no nació en 2008 en Europa. Acá mismo, en 2002 florecieron los clubes de trueque y el trabajo en red. Las cooperativas llevan todo el siglo XX desarrollando un modelo autogestivo como alternativa a la explotación capitalista. Y la producción campesina, sobre todo en América, se apoyó durante siglos en modelos de colaboración e intercambio, como la minga incaica, mucho antes de que el diccionario de negocios acuñara el término “sinergia”.
Pero la economía colaborativa no es siempre sinónimo de cooperativismo ni de economía social: mucho dinero baila en las start-ups de Silicon Valley. En 2013, Google invirtió 366 millones de dólares en Uber, una plataforma para conseguir taxis conducidos por sus dueños, y Homejoy, para contactarse con personal de limpieza. La tradicional compañía de alquiler de autos Avis compró Zipcar, una plataforma de coches por horas, y Airbnb recibió más 120 millones de inversión. En Europa, BlablaCar acaba de recibir 100 millones de euros, y está migrando de un esquema gratuito a otro en el cual la plataforma maneja los pagos y se queda con cerca de un 10% por intermediación. En casi todos los casos, el modelo de negocio es cobrar una comisión por el servicio brindado por particulares.
¿Qué pasa cuando grandes corporaciones se convierten en accionistas de compañías colaborativas? ¿Existe un modo virtuoso de involucrar a las empresas en esta modalidad, o fagocitarán los beneficios de la horizontalidad? Nueva York, Barcelona y Berlín pusieron trabas legales a Airbnb para defender su industria hotelera. Casi en los mismos puntos, Uber enfrentó resistencia y generó huelgas de taxistas, que paradójicamente aumentaron su éxito. Los trabajos alternativos que este nuevo paradigma genera, como el alquiler de habitaciones, de coches o de tareas de forma autónoma, ¿vienen a ampliar el horizonte laboral, o a precarizar definitivamente el empleo con competencia desleal?
Esta nueva economía se mueve en zonas grises de la legislación, y los vacíos legales suelen desamparar a los más débiles. ¿Cómo legislar estos intercambios informales para prevenir conductas abusivas? ¿Cómo evitar el “collaborative washing”, donde la palabra “colaborativo” sirve como fachada para la explotación? ¿Qué rol queda a los estados en un esquema de autoorganización entre pares? ¿Cuál es la forma de hacer estos intercambios verdaderamente colaborativos y convertirlos en un camino hacia el bien común? ¿Cómo proteger a los analfabetos digitales de la exclusión?
El nuevo modelo viene cargado de debates. Pero viene. Tratado con criterio, puede ayudar a crear un mundo más responsable, más justo y horizontal, y, con suerte, más feliz.
Un
nuevo modelo de producción, consumo y financiación propone reemplazar el
concepto de posesión por el de acceso, para optimizar el
aprovechamiento de los recursos en una sociedad de pares. Es una
reacción al hiperconsumismo que recrea los lazos comunitarios,
potenciados por internet y la cultura p2p.
¿De qué sirve mantener un auto que se usa una vez por semana, pero
cobra cuota, seguro, garage y patente cada mes? ¿Es razonable comprar
esquíes para usarlos una vez y ponerlos a juntar polvo ocupando lugar
durante años? ¿Por qué sacrificarse para acumular montones de cosas si
en vez de disfrutarlas nos convertimos en sus esclavos?
A partir de la crisis económica de 2008 y 2009, que derivó en crisis social y política, miles de ciudadanos de Europa y Estados Unidos empezaron a hacerse estas preguntas. ¿Qué sentido tiene esforzarse por comprar, para tirar y volver a comprar? Una preocupación financiera individual –cómo llegar a fin de mes– se unía con una social –reconstituir los lazos comunitarios– y una ecológica –cuidar los recursos no renovables del planeta reduciendo la huella de consumo. De la mano de movimientos como el comercio justo, la producción sustentable y la cultura libre, apareció en el horizonte la economía colaborativa, que propone reemplazar el concepto de posesión por el de acceso, y el de consumidor o cliente por ciudadano productor o proveedor en una sociedad de pares (p2p).
La idea es compartir, intercambiar, alquilar o comprar de segunda mano bienes y servicios, en vez de salir corriendo al shopping o el supermercado cada vez que se necesita algo. Además de ahorrar dinero y recursos se refuerza el sentido de comunidad, y pasamos a definirnos por lo que compartimos, en lugar de por las marcas que podemos pagar. Tener menos puede ser la clave para disfrutar más.
Se habla de economía colaborativa, en colaboración, del compartir, de la red, de pares y p2p; también de consumo colaborativo. No son términos equivalentes, pero tienen un núcleo común: la intención de usar de forma más eficiente los recursos existentes para evitar más producción, gasto y contaminación, y también de fomentar el intercambio horizontal y descentralizado entre pares, minimizando al intermediario y las ganancias abusivas. Se busca un triple valor económico, ecológico y social.
A partir de la crisis económica de 2008 y 2009, que derivó en crisis social y política, miles de ciudadanos de Europa y Estados Unidos empezaron a hacerse estas preguntas. ¿Qué sentido tiene esforzarse por comprar, para tirar y volver a comprar? Una preocupación financiera individual –cómo llegar a fin de mes– se unía con una social –reconstituir los lazos comunitarios– y una ecológica –cuidar los recursos no renovables del planeta reduciendo la huella de consumo. De la mano de movimientos como el comercio justo, la producción sustentable y la cultura libre, apareció en el horizonte la economía colaborativa, que propone reemplazar el concepto de posesión por el de acceso, y el de consumidor o cliente por ciudadano productor o proveedor en una sociedad de pares (p2p).
La idea es compartir, intercambiar, alquilar o comprar de segunda mano bienes y servicios, en vez de salir corriendo al shopping o el supermercado cada vez que se necesita algo. Además de ahorrar dinero y recursos se refuerza el sentido de comunidad, y pasamos a definirnos por lo que compartimos, en lugar de por las marcas que podemos pagar. Tener menos puede ser la clave para disfrutar más.
Se habla de economía colaborativa, en colaboración, del compartir, de la red, de pares y p2p; también de consumo colaborativo. No son términos equivalentes, pero tienen un núcleo común: la intención de usar de forma más eficiente los recursos existentes para evitar más producción, gasto y contaminación, y también de fomentar el intercambio horizontal y descentralizado entre pares, minimizando al intermediario y las ganancias abusivas. Se busca un triple valor económico, ecológico y social.
De la aldea a los vecinos globales
Esto no es nuevo sino tradicional: el mejor ejemplo de consumo colaborativo son las bibliotecas, donde se puede disfrutar de un libro sin poseerlo. Pero tendió a diluirse en la sopa individualista del último medio siglo: a medida que las ciudades crecían y el hiperconsumismo avanzaba, pedirle una herramienta prestada al vecino se fue convirtiendo en una excepción a la regla absurda de comprarla para usarla quizás una sola vez. Rachel Botsman popularizó el ejemplo del taladro: en Estados Unidos cada taladro se usa un promedio de 13 minutos en toda su vida útil.
“La idea es compartir, intercambiar, alquilar o comprar de segunda mano bienes y servicios, en vez de salir corriendo al shopping cada vez que se necesita algo”.
Ahora, internet y las redes sociales le dan otra escala a las comunidades: ayudan a hacer visible y difundir lo subutilizado, simplificar los intercambios entre miles de personas, y también a acuñar la gran moneda virtual: la confianza entre extraños, basada en la reputación online. No es lo mismo subirse al auto de un desconocido –el viejo y conocido “hacer dedo”– que viajar con alguien a quien ocho amigos de Facebook calificaron como confiable.
En realidad, el papel de internet va más allá de un salto de escala. Toda la cultura libre y abierta, basada en la circulación del conocimiento y la colaboración entre pares, se alimenta de la filosofía del software libre y la ética hacker, que pone el valor social por encima del económico. Internet es el espacio natural de la colaboración: puede verse en proyectos autogestivos como Wikipedia, un “pequeño emprendimiento que es el quinto sitio web más visitado del mundo”, construida por unos 71 mil editores voluntarios que se autorregulan.
Algunos ejemplos de las plataformas de economía colaborativa más conocidas son Airbnb, el sitio global para alquilar habitaciones o departamentos entre particulares, que ya superó a la cadena hotelera Hilton en camas ocupadas; BlablaCar o Carpooling para compartir viajes en auto; y sitios de compraventa de bienes usados como eBay o Mercado Libre. También hay finanzas descentralizadas, con el modelo de Kickstarter para financiamiento colectivo o crowdfunding, y plataformas de préstamos de persona a persona que le están quitando público a los bancos; espacios de trabajo compartido o coworking, y todo un universo de producción colaborativa conocido como movimiento maker, que toma nuevo impulso con la impresión 3D. No es un fenómeno marginal: la revista Forbes estimó que en 2013 la economía colaborativa movió unos U$ 3500 millones solo en Estados Unidos.
También hay toda una vertiente independiente del dinero, como la red de alojamiento gratuito Couchsurfing, las gratiferias donde todo se regala, los bancos de tiempo o las plataformas educativas como Coursera: lo que se conoce como economía del regalo o del don. Gran parte de estas iniciativas, con y sin pagos de por medio, están compiladas en el libro What’s Mine is Yours: the Rise of Collaborative Consumption (Lo tuyo es mío: el ascenso del consumo colaborativo), publicado en 2010 por Rachel Botsman y Roo Rogers.
En Argentina hay plataformas locales como Ideame (crowdfunding), Educabilia (cursos), Zukbox (alojamiento), Afluenta (préstamos), Carpoolear (viajes en auto) y muchas otras; se puede consultar una lista en el sitio el plan C. En mayo pasado, Buenos Aires fue el epicentro de la primera Semana de la Economía Colaborativa, organizada por Minka, que se celebró con 75 actividades en ciudades de América latina. Coincidió en el tiempo con el OuiShare Fest, una conferencia de tres días que reunió a los principales teóricos del movimiento en París, y la Sharing Spring, un abanico de eventos colaborativos en Estados Unidos, promovidos por la revista online Shareable.
Tensiones y debates
Por supuesto que la economía colaborativa, entendida como intercambios descentralizados entre pares en busca de la optimización de los recursos y el bien común, no nació en 2008 en Europa. Acá mismo, en 2002 florecieron los clubes de trueque y el trabajo en red. Las cooperativas llevan todo el siglo XX desarrollando un modelo autogestivo como alternativa a la explotación capitalista. Y la producción campesina, sobre todo en América, se apoyó durante siglos en modelos de colaboración e intercambio, como la minga incaica, mucho antes de que el diccionario de negocios acuñara el término “sinergia”.
Pero la economía colaborativa no es siempre sinónimo de cooperativismo ni de economía social: mucho dinero baila en las start-ups de Silicon Valley. En 2013, Google invirtió 366 millones de dólares en Uber, una plataforma para conseguir taxis conducidos por sus dueños, y Homejoy, para contactarse con personal de limpieza. La tradicional compañía de alquiler de autos Avis compró Zipcar, una plataforma de coches por horas, y Airbnb recibió más 120 millones de inversión. En Europa, BlablaCar acaba de recibir 100 millones de euros, y está migrando de un esquema gratuito a otro en el cual la plataforma maneja los pagos y se queda con cerca de un 10% por intermediación. En casi todos los casos, el modelo de negocio es cobrar una comisión por el servicio brindado por particulares.
¿Qué pasa cuando grandes corporaciones se convierten en accionistas de compañías colaborativas? ¿Existe un modo virtuoso de involucrar a las empresas en esta modalidad, o fagocitarán los beneficios de la horizontalidad? Nueva York, Barcelona y Berlín pusieron trabas legales a Airbnb para defender su industria hotelera. Casi en los mismos puntos, Uber enfrentó resistencia y generó huelgas de taxistas, que paradójicamente aumentaron su éxito. Los trabajos alternativos que este nuevo paradigma genera, como el alquiler de habitaciones, de coches o de tareas de forma autónoma, ¿vienen a ampliar el horizonte laboral, o a precarizar definitivamente el empleo con competencia desleal?
Esta nueva economía se mueve en zonas grises de la legislación, y los vacíos legales suelen desamparar a los más débiles. ¿Cómo legislar estos intercambios informales para prevenir conductas abusivas? ¿Cómo evitar el “collaborative washing”, donde la palabra “colaborativo” sirve como fachada para la explotación? ¿Qué rol queda a los estados en un esquema de autoorganización entre pares? ¿Cuál es la forma de hacer estos intercambios verdaderamente colaborativos y convertirlos en un camino hacia el bien común? ¿Cómo proteger a los analfabetos digitales de la exclusión?
El nuevo modelo viene cargado de debates. Pero viene. Tratado con criterio, puede ayudar a crear un mundo más responsable, más justo y horizontal, y, con suerte, más feliz.
Fuente: Telam
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