El
2014 fue un año de transformaciones intensas para el mundo, resumidas en
el retorno de una palabra que parecía un fósil conceptual: la
geopolítica. Y en este sentido, el retorno de Rusia -no exento de
complejidades y posibles retrocesos- ilustra como ningún otro
acontecimiento la nueva coyuntura internacional.
En febrero de 2014, Vladimir Putin inauguró los Juegos de Invierno en la ciudad balnearia de Sochi. La fiesta deportiva metaforizaba el retorno de Rusia como potencia mundial. Un tiempo antes, se supo que la economía de la ex URSS había logrado superar, por primera vez en décadas, a la locomotora alemana, ubicándose como la quinta más grande del planeta y la primera de Europa. Rusia ya había sorprendido a la diplomacia internacional cuando en el 2013 frenó en seco lo que para todos ya era un hecho consumado: el bombardeo norteamericano sobre Siria. El gobierno de Putin intervino directamente a través de Serguei Lavrov, ministro de Relaciones Exteriores, quien se entrevistó con el Secretario del Departamento de Estado, John Kerry. En cuestión de horas, el bombardeo mutó en una negociación para que el régimen de Al Assad se desprenda de su arsenal químico. Había (re) nacido un poder de veto desconocido para cualquiera que haya crecido después de la década del 80.
Así las cosas, a comienzo de 2014 el retorno de Rusia como actor político de primer nivel ya era un dato de la realidad. El sustento material fueron los años de una economía pujante, en un contexto donde las del Primer Mundo atravesaron crisis, depresiones o bajos crecimientos. Al calor de ese contexto, a mediados de julio tuvo lugar una nueva reunión de los Brics, donde las potencias emergentes dieron un paso clave al crear el Nuevo Banco de Desarrollo. Una década de crecimiento, aumento de los precios de algunas materias primas y la inversión de esa renta extraordinaria en los propios países y mercados internos había cambiado el mapa económico del mundo.
Sin embargo, el año ruso sería largo y complejo. En diciembre de 2013 habían comenzado las protestas en Ucrania contra el gobierno de Viktor Yanucovich en la plaza central de Kiev. Más allá de las acusaciones hacia el Presidente, lo cierto es que estas movilizaciones de los sectores medios de la capital ucraniana buscaban un objetivo concreto: ingresar a la Unión Europea. Ese objetivo se complementaba perfectamente con los intereses norteamericanos de arrebatar a Ucrania de la esfera de influencia rusa. Es parte de un ruta que ya había ensayado para otras repúblicas ex soviéticas como Lituania, Letonia y Estonia. Todas ellas incorporadas a la OTAN hace más de una década. Lo mismo que ocurrió con Polonia.
Pero a diferencia de esas experiencias, esta última “revolución de colores”, si bien derribó al gobierno pro ruso en Ucrania en pocas semanas, no logró mantener unido al país. En marzo la región de Crimea, de históricos lazos con Rusia realizó un referéndum donde el 96% de los votantes eligió incorporarse a la Federación Rusa y abandonar a la occidentalizada Ucrania. Al mismo tiempo, vastas regiones del este del país eligieron gobiernos autónomos, bajo la forma de “repúblicas populares”, que desconocieron al gobierno central de Kiev. El empate de fuerzas, tanto internas como externas, llevó a la partición del país en dos.
El 17 de julio, en medio de las disputas por el control territorial en el país, fue derribado un avión comercial de Malasya Airlains, en la región de Donetsk, una de las república populares pro rusas. Murieron 283 pasajeros y 15 tripulantes. Al día de hoy no se conocen culpables oficiales por el derribo, pero se trató de un punto de inflexión: desde ese momento, Occidente puso al gobierno de Putin como parte de un eje cuasi terrorista, y se multiplicaron las sanciones económicas tanto de la Unión Europea como de Estados Unidos.
Una de cal y una de arena: el 20 de mayo se conoció el acuerdo entre Gazprom y National Petroleum Corporation, por el cual Rusia se comprometió a suministrar gas a China por tres décadas. El acuerdo entre ambas empresas estatales representa algo así como el 20% de todo el gas que hoy Rusia le vende a Europa. Lo más importante es el sentido estratégico: el acuerdo supone la creación de un polo productivo-comercial en Eurasia sobre el cual las potencias occidentales no tiene voz ni voto.
Sin embargo, a partir de septiembre, el precio del petróleo cayó de su nube especulativa, a velocidad sónica. Las cuentas rusas sintieron el impacto: ahora deben absorber un barril de petróleo que perdió casi el 50% de su valor. Las exportaciones de energía representan el 70% del total de las divisas que ingresan al país. La dependencia de los commodities es una debilidad estructural, común a casi todos los “emergentes”.
Todo parece indicar que Rusia está “pagando” la irrupción en la escena internacional que había logrado plasmar en el 2013. Estados Unidos y Europa, a quienes la debacle soviética de 1991 les permitió llevar su influencia militar y política hasta las puertas de Rusia -amén de imprimir su sello cultural e ideológico urbi et orbi- parecieron durante 2014 dispuestos a impedir que Putin consolide la recuperación de su país como potencial regional y mundial. Al menos en parte, el plan parece haber funcionado.
Más allá de las desventuras de Rusia y Putin por estos días, el 2014 trajo el retorno de la geopolítica, que puede pensarse como el retorno de los conflictos entre Estados nacionales por intereses más o menos visibles y un retroceso de las luchas “inmateriales” de años atrás, como la “democracia”, la “libertad” o el “libre mercado”, o en su variante pos 11/9, el choque de “culturas” y “civilizaciones”.
Desde ya, no se trata de un retorno al siglo XX. Esos intereses nacionales en pugna aparecen hoy sobre un telón de fondo común a todos. Lo podemos llamar capitalismo o sistema-mundo, pero sin dudas fija reglas generales: nadie está exento a los vaivenes del mercado mundial, por ejemplo. Y, al mismo tiempo, permite jugar con mayor libertad a los países: los estados nacionales también participan del “libre mercado”, negociando entre sí con sus fuerzas dispares, pero sin bloques de pertenencia, que “monopolizan” su juego diplomático. El año ruso, más que un deja vú nostálgico, fue una ranura por donde pispear de qué va el siglo XXI.
Fuente:Telam
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