El
sábado pasado, los vecinos del barrio de Once lograron frenar un
linchamiento, irónicamente un día antes del Domingo de Resurrección, y
mientras se celebraba, a pocas cuadras de allí, el día de San Expedito,
patrono de las causas justas y urgentes.
La violencia que sufrió ese joven parecía la relatada en el Vía Crucis cuando Jesús cae varias veces en su camino hacia la cruz, aunque esta vez se trataba de alguien que había robado una cadenita, con la particularidad histórica de la presencia de un poderoso relato que esfuma la idea del “victimario” y fomenta el espíritu heroico de los que atacan violentamente a quien comete un hurto menor.
El sábado a las cuatro de la tarde, el barrio de Once vivía la tradicional celebración a San Expedito, como todos los 19 de abril, en la Parroquia Nuestra Señora de Balvanera. Miles de personas de todo el país, especialmente de la Capital Federal y el Conurbano bonaerense, hacían cola para ver al Santo, presenciaban las misas o recorrían los puestos en donde se vendían estampitas, velas, altares, y todo tipo de objetos religiosos. Muchos de los presentes asistieron además porque el espíritu religioso aflora durante Semana Santa, que recuerda el calvario que vivió Jesucristo hacia su destino en la cruz, su muerte y su resurrección. Pero las ironías del destino quisieron que a unas cuadras de allí, un arrebatador, con una cadenita en la mano, fuese una nueva víctima de esa particular y violenta idea del linchamiento.
Hace unos días el Papa Francisco había dicho que “sentía las patadas en el alma” cuando recordó la brutal golpiza a la que un joven de Rosario, David Moreira, se vio sometido por robar una cartera. Esta vez, cuando el ladrón fue interceptado y tumbado en seco por un hombre que lo perseguía, las patadas en la cabeza que recibía por parte de su perseguidor, junto a dos hombres más y una nenita de buzo rosa, de unos seis o siete años, retumbaban sobre el asfalto de la calle Bartolomé Mitre casi en su intersección con Paso. La escena duró hasta que el llanto de quien había robado una cadenita que arrojó al piso -como una especie de pedido de misericordia-, fue interrumpido por decenas de personas que se acercaron al ladrón para impedir que lo muelan a golpes.
"A veces, el mensaje estigmatizador que determina morales y buenas costumbres según el barrio y/o la clase social, se torna irónicamente contradictorio."
La nena desapareció de la escena -quizás, feliz de haber participado en ese episodio tan comentado en la televisión-; y los tres hombres interrumpieron ese placer cuasi criminal en el que estaban absortos al ser tratados por la gran mayoría de transeúntes como “asesinos”, acusación que parecía contradecir el espíritu heroico del que se sentían dueños. Entonces el ladrón volvió a correr, ya sin su botín, para salvarse de la paliza.
A la media cuadra fue tumbado nuevamente, pero esta vez no fueron los gritos de todos sino una joven de veintitantos años la que puso el cuerpo para que dejen de golpear a ese desconocido cuyo mayor pecado había sido cometer un hurto menor. Aturdidos los linchadores, asustado el delincuente, esa situación violenta se tornó un debate callejero que protagonizó la chica que, entre los nervios improvisados de una escena tan repentina como brutal, les pedía que comprendan que es “uno de nosotros”. (“Un ser humano”, explicó luego, puesto que los violentos parecían no captar su mensaje).
“Hijos de puta como este pueden matar a mi vieja”, se justificaba uno de ellos, como si ese potencial fuese tan certero que la fuerza real de la violencia puede ser ejercida. Y que quede claro: el chico era considerado un asesino en potencia sólo por el hecho de haber robado una cadenita. (Y, seguramente, por la discriminación a la que se vio sometido por ser morocho, usar zapatillas deportivas y gorra; un trío estético que define el estereotipo más estigmatizante).
Entre todos los presentes que buscaban su lugar en el debate callejero, una señora mayor, de nombre Ramona, los trataba tan enojada de “asesinos” y “criminales”, que un hombre de grandes dimensiones, al grito de “vieja de mierda, seguro que vos también sos delincuente”, intentó pegarle un sopapo que la mujer, con enorme dignidad, frenó inmediatamente. “Nosotros no tenemos derecho a sacarle la vida a nadie”, decía entre lágrimas luego de ser contenida por tres personas que evitaron que salga herida.
A los cinco minutos llegó la policía y demoró al joven, porque para eso existen las fuerzas de seguridad. Y lentamente todos aquellos que presenciaron el hecho, desde familias enteras hasta viejitos solos, señoras con las bolsas del supermercado o con la figura de San Expedito en la mano, volvieron a sus rutinas habituales, pero con esa escena dolorosa para contar, casualmente el sábado de Semana Santa.
Sería un exceso suponer que los métodos violentos de esa supuesta defensa ciudadana son parte de un dispositivo mediático que hipnotiza a las masas y las lleva a cometer las mayores atrocidades, como por ejemplo, moler a golpes a un simple ladronzuelo: la heterogeneidad de los relatos que circulan en las cotidianidades excede toda explicación determinista. Pero sería también imposible suponer que, en esas historias, el punto de vista de los medios de comunicación no forma parte del mensaje. Y los linchamientos han sido últimamente alentados con gracia por algunos de ellos, especialmente cuando sugieren tácitamente que la figura del “victimario” no existe cuando el golpeado es un ladrón, morocho, usa gorra y, peor aún, es adolescente.
Pero la manera en que los receptores captan ese mensaje puede adoptar formas diversas: en Palermo, cuando un delincuente fue linchado, fueron mayoría los golpeadores y sólo la policía, que llegó 25 minutos después, logró frenar la violencia. En el barrio Once, muy cerca de la parroquia en donde se veneraba al santo popular de las causas justas, fueron los propios vecinos los que impidieron la golpiza: a veces, el mensaje estigmatizador que determina morales y buenas costumbres según el barrio y/o la clase social, se torna irónicamente contradictorio.
Fuente:Telam
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