TEATRO › VARIAS
OBRAS EN CARTEL CUESTIONAN AL CAPITALISMO
Los directores
Emilio García Wehbi, Mariano Stolkiner y Mauro Molina son algunos de los que
abordan el tema en sus últimos trabajos. Aquí, entre otros tópicos, reflexionan
acerca de la relación entre los medios de producción y los discursos.
Karl Marx no ha muerto.
Y si así fue, es notorio el esfuerzo que el teatro independiente viene haciendo
en lo que va del año para resucitar los postulados del barbudo alemán. A cada
rato aparece una obra que les pega sin piedad a la sociedad de consumo y al
capitalismo y que se pregunta por la naturaleza de los afectos cuando el dinero
lo gobierna todo. En esta nota con Página/12, Emilio García Wehbi, Mariano
Stolkiner y Mauro Molina, directores que abordan el tema en sus últimos
trabajos, reflexionan sobre los motivos por los cuales el teatro independiente
insiste en desnaturalizar al capitalismo, acerca de la relación entre los
medios de producción y los discursos. Y responden, también, a una pregunta
incómoda aunque inevitable: ¿cuál es el sentido de hablarle a la clase media
sobre el sistema económico que todo le da, incluso la posibilidad de ir al
teatro el fin de semana?
Stolkiner dirige
Shopping and Fucking, de Mark Ravenhill, uno de los exponentes del movimiento
In Yer Face, surgido en los ’90 en Inglaterra. García Wehbi eligió un texto de
Rodrigo García, argentino radicado hace años en España que en Europa goza de
gran reconocimiento. Se titula Agamenón, volví del supermercado y le di una
paliza a mi hijo. Mauro Molina rescató al gigante brasileño Augusto Boal y
montó La herencia maldita o La balsa de los caníbales. Y hay todavía más
anticapitalismo para ver. Ezequiel Matzkin dirige Las lágrimas que me tragué,
también sobre la dependencia material. Pablo Picotto y Federico Simonetti
acaban de estrenar Zubiría y Vergara, que aborda otra cara de la misma moneda:
el lugar de los medios de comunicación dentro del sistema. En Greek, de Steven
Berkoff, con dirección de Analía Fedra García, el capitalismo aparece como
telón de fondo, pues la historia transcurre en la Inglaterra del thatcherismo.
“El capitalismo es
absurdo”, le decían a esta cronista en marzo los integrantes del Bachín Teatro,
que habían montado La gracia de tener, un espectáculo “de humor
político-económico” en el que una familia aristocrática argentina le alquilaba
una mansión a un circo y terminaba trabajando para él. Hasta hace poco estuvo
en cartel Máquina Hamlet, de Heiner Müller, con dirección de Cristian Martínez.
Y también Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de
puta, otra propuesta de García Wehbi.
El
capital
Antes de morir, Augusto
Boal escribió un sublime párrafo sobre la crisis internacional. “En septiembre
del año pasado (por 2008) fuimos sorprendidos por una revelación teatral: (...)
nosotros, que vivíamos seguros con nuestro dinero guardado en un banco
respetable o en las manos de un honesto corredor de Bolsa, fuimos informados de
que ese dinero no existía, era virtual, fea ficción de algunos economistas que
no eran ficción, ni eran seguros, ni respetables. No pasaba de ser mal teatro
con triste enredo: pocos ganaban mucho y muchos perdían todo. Políticos de los
países ricos se encerraban en reuniones secretas y de ahí salían con soluciones
mágicas. Nosotros, las víctimas de sus decisiones, continuábamos de
espectadores sentados en la última fila de las gradas.”
Pero no es la revelación
que detectó el creador del Teatro del Oprimido la que impulsó a los artistas
argentinos a reflexionar sobre el capitalismo en las salas. Lo que está pasando
en Europa no tiene una injerencia en la producción local. “El avance
indiscriminado (del sistema) que tuvimos en los ’90 dejó una secuela. Un tiempo
como el que vivimos hoy, con cierta voluntad de cambio, nos permite hablar más
libremente de las consecuencias del neoliberalismo extremo”, analiza Stolkiner,
que arrastra un pasado punk. Shopping and Fucking, la obra que dirige, es la
historia de dos jóvenes que conviven con un adicto que los rescató de la calle.
Todo se compra y se vende, también el cuerpo.
Stolkiner es un
admirador de In Yer Face (que significa “en tu cara”). Antes de esta obra de
Ravenhill montó Cleansed y Amor de Fedra, de Sara Kane, otra representante del
movimiento. “En los ’90, ellos estaban sufriendo lo que les había quedado de
Thatcher. Escribían contemplando su ideal y la descomposición. Hoy nos queda la
desolación de la pérdida. El mundo es un shopping. Las relaciones y nuestra
existencia son fugaces”, sostiene el director, que es dueño de la sala El
Extranjero. “En contraposición, estoy contento por lo que está pasando en la
Argentina: jóvenes retomando una creencia. Pero no puedo dejar de ver esas
manifestaciones como el intento de algo en medio del caos”, concluye.
Agamenón... es la
segunda parte de una trilogía que Emilio García Wehbi inauguró con Prefiero...
Culminará el año que viene con Rey Lear. Los tres textos son de Rodrigo García.
“Me interesa recuperar a este autor porque ha sido insistentemente negado acá.
Esta es la trilogía del capitalismo bobo. Bueno, en realidad el capitalismo es
bien inteligente. Los que son bobos son los que se dejan atravesar felizmente
por él. Las obras son una crítica de un humor muy negro, ácido y cínico de la
sociedad de consumo y del sujeto inmerso en ella”, explica el director,
fundador de El Periférico de Objetos, uno de los grupos más destacados de la
década del ’90.
En Agamenón..., un papá
de una familia de clase media llega del supermercado con un montón de bolsas
repletas de cosas que compró y que no necesitaba. Al percatarse de eso, se
enfurece con su mujer y su hijo. ¿Por qué en el teatro se intenta mostrar las
consecuencias que el sistema descarga sobre las familias? “Deleuze y Guattari decían
que la estructura de la familia es la forma en que el fascismo se puede reducir
a su mínima expresión”, cita García Wehbi. “Los afectos son una mecánica de
poder: demuestran cómo se transmite, cómo debe ser canalizado, cómo se
estructuran los tabúes, los mandatos, los deseos y las leyes”, completa este
director, que suele ofrecer puestas que descolocan: en Agamenón... se fríe un
pollo en escena, se escriben cosas en el piso con ketchup y hay una
deslumbrante escena con mucha, mucha basura, que transcurre en un McDonald’s.
Mauro Molina, por su
parte, fue alumno de García Wehbi. Empiezan a aparecer conexiones entre los
directores que piensan al capitalismo: los tres consultados por Página/12
tienen más o menos la misma edad, entre 40 y 50 años, y vivieron con mucha
angustia los años del menemismo. “Casi que nos criamos como directores en esa
época”, apunta Stolkiner. En La herencia maldita aparece también una familia.
Sus miembros de disputan una herencia y son capaces de cualquier cosa –hasta de
la muerte– para salir ganando. “Nos quedan resabios de los ’90: no puedo dejar
de relacionar esta obra con los últimos cacerolazos, con el odio que
manifestaron. El teatro es una pequeña intervención para generar conciencia de
que lo que hay dentro nuestro es algo mucho más humano que el dinero y que nos
puede llevar a un lugar distinto”, reflexiona Molina, dando a entender que no
es solamente Marx quien revive en este aluvión de obras anticapitalistas.
También resucita otra víctima de la posmodernidad: el Hombre. El sujeto y su
praxis están en el centro de la escena, que va al rescate de la política.
“Antes hacía obras más existencialistas. En 2011 hice Muñecas rotas, sobre la
trata de blancas. Tenía ganas de hablar de algo que tuviera que ver con lo
social. Trabajo con personas en riesgo de exclusión y discapacitadas, a quienes
doy talleres de teatro: hay algo dentro mío que viene latiendo y a lo que no me
puedo negar”, se confiesa Molina.
En los ’90, la década
sobre la que estos directores están reflexionando, Eduardo “Tato” Pavlovsky
–autor ineludible si de teatro y capitalismo se trata– decía: “Esta era está
marcada por la pérdida de solidaridad y del sentido de ciertas utopías y por la
agudización de la introspección y del narcicismo, el mirar hacia adentro olvidando
siempre el afuera, por la muerte de la política militante, desplazada por los
grupos de poder económico que manejan lobbies. Existe la idea de que para que
el mundo funcione un poco mejor hay que excretar a un sector de la población
fuera de la producción capitalista”.
Los
medios de producción
Cuestión de estructura y
de superestructura: es el teatro alternativo –o autogestivo– el que más se
permite reflexionar sobre el capitalismo. (No es ésta una verdad absoluta,
claro: en junio, en el San Martín se estrenó El especulador, de Honoré de
Balzac, con dirección de Francisco Javier, que habilitaba reflexiones al
respecto.) Norman Briski (ver Opinión), un autor cuya obra está casi toda
ligada a este tema, ve en este esfuerzo un modo de resistencia. Pero, según él,
falta invención. “El teatro independiente permite hablar de cosas no
necesariamente condescendientes con la mirada del espectador, porque nunca lo
pensó como un cliente”, dispara Stolkiner. “La lógica del sistema se ve
distorsionada por nuestro hacer: no porque pagues vas a sentir placer. Lo
nuestro nace de una necesidad creativa y de decir. La especulación respecto del
público es secundaria. El teatro comercial, en cambio, genera un producto y
busca adhesiones en posibles consumidores. Vive gracias a su aporte económico y
al de los sponsors. Nuestro único sponsor puede ser un restaurante chiquito que
está a la vuelta de la sala y que nos da la posibilidad de ir a cenar terminada
la función”, reflexiona.
Para García Wehbi, la
política en el teatro pasa por las formas y no por los contenidos. “En la
década del ’90 había una profusión de teatro crítico, pero estaba dado por
formas novedosas que iban contra lo establecido”, sentencia. En la actualidad
se profundiza cada vez más una tendencia, el cruce de los mundos comercial y
alternativo, sobre la cual García Wehbi tiene una mirada extremadamente
crítica. “Muchos directores del circuito independiente ingresan al comercial y
muchos actores también, o van a la televisión. Leí muchos reportajes en los que
dicen: ‘Yo antes prejuzgaba’. Y ahora juzgan que está bueno hacer televisión,
cuando todos sabemos que es una máquina de hacer porquerías y de producir
imbéciles mentales. Se integran felizmente al capitalismo”, protesta. “A veces
la construcción de una poética política puede ser un discurso vacío. Si los
actores que dirijo se rasgan las vestiduras hablando del capitalismo y van
felices a un casting para Pol-ka, estarían borrando con el codo lo que
escribieron con la mano”, concluye.
La
clase media es revolucionaria
Ricardo Monti, un
dramaturgo que se ha autodefinido como inhumanista, dijo que el teatro le habla
a una platea burguesa de culpables que deben asumir el rechazo y la repugnancia
de sí como clase. “Coincido. El punto es que si le hablamos a un culpable o a
un responsable sin sentirnos así, estamos equivocados”, apunta García Wehbi, un
director atravesado por el pensamiento marxista, aunque más cerca del
anarquismo. “Tiene que quedar claro que el artista no es un esclarecido. Si no,
el espectador diría: ‘¿Qué me dice este pelotudo, si está en la misma que yo?’.
Yo no estoy fuera: no tengo celular ni auto porque no ingreso a los elementos
de consumo sin reflexión crítica. Pero tengo una gran biblioteca y, si me pongo
a sacar cuentas, quizá mis libros valgan más que un plasma”, se sincera.
La obra de Molina está
en el Belisario, en plena calle Corrientes. Es un teatro pequeño –que está bajo
la dirección artística de Marcelo Savignone– en medio de los gigantes. “Los que
la vean seguramente se parezcan mucho a la familia que está en escena. Me
parece interesante eso”, desliza el director. Pero, ¿creen los directores que
el teatro es capaz de generar un cambio en el espectador, trascendiendo éste su
status de consumidor de una entrada? “El capitalismo no es un Gran Hermano que
nos domina. Somos los creadores de nuestra realidad. Hay un poder personal que
se puede hacer grupal en tanto encuentre empatía en otros. El teatro quiere
abrirle los ojos a la clase media: es ella la que puede generar una forma de cambio”,
se esperanza Stolkiner. Una frase que Karl Marx escribió en el Manifiesto
Comunista resuena en sus palabras: “La burguesía ha desempeñado en la historia
un papel altamente revolucionario”. Posiblemente aquél sea el mayor desafío de
un teatro que se asume como crítico.
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