Una búsqueda que empezó hace 36 años
La vida de la titular de Abuelas cambió en 1977,
cuando fueron secuestrados primero su marido y luego su hija Laura. Al
año siguiente sabría que ella había sido asesinada y que había tenido un
hijo, Guido, su nieto, el origen de su militancia.
La
historia de Enriqueta Estela Barnes de Carlotto fue hasta fines de 1977
la historia de una madre común de clase media: platense, ama de casa,
maestra de escuela primaria, bajo perfil, abocada al marido y a sus
cuatro hijos. Ese año, primero con el secuestro de su esposo, Guido,
luego con el de Laura, su hija mayor, marcaría un quiebre en su vida y
en la de su familia. Poco después, en abril de 1978, con la certeza de
que su hija secuestrada estaba embarazada de seis meses, se acercaría
por primera vez a Abuelas Argentinas con Nietitos Desaparecidos, como se
llamó antes de que la prensa internacional las rebautizara Abuelas de
Plaza de Mayo. Ya nada sería igual. No sólo por la certeza del asesinato
de Laura, el entierro de sus restos, el exilio de sus hijos, el
terrorismo de Estado en el centro de su existencia, sino también porque
Estela comenzó de forma gradual una militancia que nunca había imaginado
y que la llevaría a recorrer el mundo, a reinventarse y reinventar la
institución para hacer realidad el objetivo de las Abuelas:
reencontrarse con sus nietos. Con los años la historia personal y la de
Abuelas se funden, son una sola. Hasta ayer, cuando su presidenta volvió
al centro de la escena por su tragedia personal, por su lucha, al fin
coronada con el hallazgo de Guido.
Los primeros movimientos de Estela fueron para recuperar a su
esposo, secuestrado días después de que Laura se trasladara de La Plata a
Buenos Aires. Se contactó con abogados vinculados con militares que no
dudaron en extorsionarla y se reunió por primera vez con el futuro
dictador Reynaldo Bignone, hermano de una amiga. El 25 de agosto, tras
ser liberado, Guido le contó que lo habían torturado para saber sobre
sus hijas, ambas militantes y en la clandestinidad. También le confirmó
que los militares asesinaban a sus víctimas con una inyección en la
espalda.
El secuestro de Laura fue a fines de noviembre de 1977. Sus padres
no sabían que estaba embarazada. Entonces recomenzó el peregrinaje y
volvió a reunirse con Bignone, que la recibió con un arma sobre el
escritorio. “Vea, señora. Uno les dice que se entreguen voluntariamente,
pero siguen desprestigiándonos en el exterior. Acá hay una cárcel
modelo para que se recuperen”, mintió. Estela pidió que no la mataran,
que si había cometido un delito la juzgaran y condenaran. Bignone dejó
en claro que no era una alternativa. “Vengo del Uruguay, donde los
tupamaros que están en cárceles se fortalecen en sus convicciones, crean
problemas, convencen a los guardiacárceles. Acá no queremos esto. Acá
hay que hacerlo”, dijo en tácita referencia a la muerte clandestina y
cobarde. “Eso fue la lápida”, explicó alguna vez Estela. “Si la mataron
quiero recuperar el cuerpo, no quiero volverme loca como tantas madres
buscando en cementerios y tumbas anónimas”, le pidió. Bignone le pidió
apodos y todos los datos de Laura.
El 31 de diciembre de 1977 recibirían un anónimo donde les
informaban que Laura estaba bien, en manos de fuerzas de seguridad y con
su compañero. En abril del ’78, una mujer aterrada se acercó al negocio
de Guido para transmitirle un mensaje de Laura. Le describió el lugar
donde había estado secuestrada y le dijo que Laura estaba embarazada de
seis meses, que daría a luz en junio y si era varón lo llamaría Guido.
Buscarlo en Casa Cuna fue el último pedido de Laura. Lejos de imaginar
el plan sistemático, Estela se alegró de saber que su hija vivía y
esperaba un hijo y empezó a tramitar la jubilación para poder criar al
nieto. Todavía tenía la ilusión de que la iban a liberar o a poner a
disposición del Poder Ejecutivo. Leía cada día las listas de presos a
disposición del PEN con la esperanza de ver el nombre de Laura, mientras
buscaba a Guido en Casa Cuna como le había pedido. Fue entonces que se
acercó a Licha de la Cuadra y a Abuelas, donde se alegraron de contar
con una docente que escribía cartas y documentos de un tirón con
prolijidad. Las gestiones comenzaron a ser colectivas y llegaron las
marchas. En Plaza de Mayo, entre caballos y militares, temblaba como una
hoja, contó alguna vez.
El 25 de agosto de 1978 los Carlotto fueron citados a una comisaría
de Isidro Casanova para entregarles el cadáver de Laura. Estela no dudó
en asociar el hecho con Bignone. “Un torcido gesto de honor podrido”,
diría años después. En 1980, en San Pablo, en una visita del Papa, una
sobreviviente le habló de una tal Rita, que había sido madre de un varón
y a quien en teoría habían liberado. Cuando le dijo que el padre tenía
un negocio de pinturas, supo que hablaba de su hija y le explicó que la
habían matado. Luego aparecería un conscripto que había sido testigo de
un nacimiento en el Hospital militar Central y otra pareja de
sobrevivientes que también había visto a Laura. En 1985 hizo exhumar el
cuerpo y los antropólogos confirmaron que había tenido un bebé.
La causa ya era colectiva: la búsqueda no era sólo por Guido. Con
Chicha Mariani impulsaron las primeras campañas internacionales. La
lucha de Abuelas la llevó a recorrer el mundo. Desde entonces todo fue
militancia, creatividad ante la adversidad, idear estrategias para
recibir pistas de los chicos robados, para contactarlos, para buscar
indicios de sus orígenes, producir materiales para denunciar en todos
los ámbitos y judicializar casos con la esperanza de la identificación y
la restitución. Todo mientras daban pelea contra la historia oficial
que durante años equiparó a los desaparecidos con el demonio mismo.
Carlotto recibió innumerables premios, distinciones y doctorados honoris
causa. Su nombre asociado a Abuelas se mencionó una y otra vez entre
los candidatos al Premio Nobel de la Paz. Hasta una película cuenta su
vida, que ayer sumó su capítulo más importante, lo que ella llamó “el
premio para todos los que no dejamos de buscar”: el encuentro con Guido,
por el que peleó durante 36 años.
Fuente: Página/12