lunes, 12 de marzo de 2018

La inseguridad social ¿Qué es estar protegido?

Publicado en Sin Permiso el 24/03/2013

Robert Castel

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[El pasado 12 de marzo murió a los 79 años el gran sociólogo y activista social francés Robert Castel, autor de obras fundamentales como Las metamorfosis de la cuestión social y La inseguridad social ¿Qué es estar protegido?, cuyo epílogo reproducimos de la traducción publicada por Ed. Manantial de Buenos Aires, como un homenaje a su legado científico y militante-SP]
“¡Que Dios lo proteja!” Esta expresión tan popular en los siglos de creencia religiosa expresaba el sentimiento entonces compartido por toda la comunidad de que, para que la criatura humana estuviera verdaderamente protegida contra todas las contingencias de la existencia, era necesario que una Omnipotencia tutelar la tomara íntegramente en sus manos.

A falta de ese fundamento absoluto de la seguridad, ahora le corresponde al hombre social la ardua tarea de construir él mismos sus protecciones. Todo sucede, sin embargo, como si el retiro de un garante trascendente de la seguridad hubiera dejado subsistir, como su sombra, un deseo absoluto de estar amparado contra todas las incertidumbres de la existencia. La extensión de las protecciones es un proceso histórico de larga duración, que corre muy parejo con el desarrollo del Estado y las exigencias de la democracia, e indudablemente nunca estuvo tan omnipresente como hoy. No obstante, se impone la constatación de que estos dispositivos múltiples de protección no mitigan la aspiración a la seguridad, sino que, por el contrario, la relanzan. Con razón o sin ella (pero esta expresión no tiene demasiado sentido pues no se trata de un cálculo racional), el hombre contemporáneo aparece al menos tan atormentado por la preocupación de su seguridad como sus lejanos ancestros, a quienes, sin embargo, no les faltaban buenas razones para inquietarse por su supervivencia. Al dar cuenta de esta paradoja, la reflexión socio histórica aquí realizada culmina en dos proposiciones complementarias, aparentemente contradictorias: denunciar la inflación de la preocupación por la seguridad y afirmar la importancia esencial de la necesidad de protecciones.

Denunciar la inflación de la preocupación por la seguridad porque esta postura disuelve al fin de cuentas la posibilidad misma de estar protegido. Instala el miedo en el centro de la existencia social, y este miedo es estéril si tiene que ver con las contingencias incontrolables que constituyen la suerte o el destino propios de toda existencia humana. Se ha enfatizado que las desviaciones recientes de la reflexión sobre el riesgo alimentaban una mitología de la seguridad, o más bien de la inseguridad absoluta, que culmina en última instancia en una denegación de la vida. Hay que guardar en la memoria la lección profunda de Italo Svevo en La conciencia de Zeno:

La vida se parece un poco a la enfermedad, también ella procede por crisis y por depresiones; a diferencia de las otras enfermedades, sin embargo, la vida siempre es mortal, no soporta ningún tratamiento. Curar la vida sería obturar los orificios de nuestro organismo considerándolos como heridas. Apenas curados, estaríamos sofocados.
La vida es un riesgo porque lo incontrolable está inscripto en su desarrollo. Habría que interrogarse más sobre la inflación actual de la preocupación por la prevención, que es estrictamente correlativa de la inflación de la preocupación por la seguridad. Sin ninguna duda, más vale prevenir que curar, pero las tecnologías eficaces de prevención son limitadas, y rara vez infalibles. En consecuencia, la ideología de la prevención generalizada está condenada al fracaso. Pero el deseo desesperado de erradicar el peligro que conlleva mutre una forma de angustia probablemente específica, de la modernidad y que es inextinguible. Sin ceder al pathos, es muy saludable recordar que el hombre se caracteriza por su finitud, y saber que es mortal es para él el comienzo de la sabiduría.
Sin embargo, rechazar el mito de una seguridad total condice a defender simultáneamente que la propensión a estar protegido expresa una necesidad inscripta en el centro de la condición del hombre moderno. Como lo han visto los primeros pensadores de la modernidad, empezando por Hobbes, la exigencia de vencer la inseguridad civil y la inseguridad social está en el origen del pacto que funda una sociedad de individuos. Hace poco, tanto se dijo y se escribió en Francia sobre la inseguridad civil que me atendré en este punto a lo que anticipaba anteriormente: que la búsqueda de la seguridad absoluta puede entrar en contradicción con los principios del Estado de derecho y se desliza fácilmente a una pulsión de seguridad que persigue a los sospechosos y satisface a través de la condena de chivos emisarios. El fantasma de “nuevas clases peligrosas” que constituirían los jóvenes de los suburbios pobres ejemplifica este tipo de desviación. Pero, la búsqueda de la seguridad expresa una exigencia que no es solamente asunto de los policías, de los jueces y del Ministerio del Interior. La seguridad debería formar parte de los derechos sociales en la medida en que la inseguridad constituye una falta grave al pacto social.
Vivir en la inseguridad día a día es ya no poder hacer sociedad con sus semejantes y habitar en su entorno bajo el signo de la amenaza y no de la acogida y el intercambio. Esta inseguridad cotidiana es tanto más injustificable cuanto que afecta especialmente a las personas más desguarnecidas de otros recursos en materia de ingresos, de hábitat y de todas las protecciones que brinda una situación social segura  - todas también son víctimas de la inseguridad social-. Sin pronunciarse siquiera por la cuestión de las causas - ¿en qué medida la inseguridad civiles la consecuencia de la inseguridad social?-, existen al menos correlaciones fuertes entre el hecho de experimentar cotidianamente la amenaza de la inseguridad  y el de ser presa de las dificultades materiales de la existencia. Razón suficiente para rechazar el angelismo y pensar que la inseguridad civil debe ser enérgicamente combatida. Pero no por cualquier medio, y no resulta nada fácil encontrar el compromiso entre seguridad pública y respeto a las libertades públicas.
Sin embargo  no cabe duda hoy en día que la inseguridad debe combatirse también y en gran medida a través de la lucha contra la inseguridad social, es decir, desarrollando y reconfigurando las protecciones sociales. En efecto, ¿qué es estar protegido en una sociedad moderna? El esclavo muchas veces estaba protegido si no tenía un amo demasiado malo, y por otra parte los amos estaban interesados en procurar a sus esclavos al menos los recursos mínimos necesarios para asegurar su supervivencia. En la familia patriarcal, las mujeres, los niños y los sirvientes estaban protegidos, y a menudo el viejo servidor o la vieja servidora, cuando dejaban de ser útiles, no por ello eran abandonados. Las relaciones clientelistas, las mafias, las sectas y todas las Gemeinschaften  tradicionales procuran potentes sistemas de protecciones, pero que se pagan con una profunda dependencia de sus miembros. Es lo que da a la declaración de Saint-Just en el momento de la Revolución su resonancia profundamente moderna:
Brindar a todos los franceses los medios para satisfacer las primeras necesidades de la vida sin depender de otra cosa que no sean las leyes y sin dependencia mutua  en el Estado civil. (1)
Al cabo de dos siglos de conflictos y de compromisos sociales, el Estado, bajo la forma de Estado nacional-social, había “brindado” más allá “de las primeras necesidades de la vida”, los recursos necesarios para que todos, o casi todos, pudieran gozar de un mínimo de independencia. Eso es precisamente estar protegido desde el punto de vista social en una sociedad de individuos: que estos individuos dispongan, por derecho, de las condiciones sociales mínimas de su independencia. La protección social es así la condición de posibilidad para formar lo que he llamado, siguiendo a León Bourgeois, una sociedad de semejantes: un tipo de formación social en cuyo seno nadie está excluido porque cada uno dispone de los recursos y de los derechos necesarios para mantener relaciones de interdependencia (y no solamente de dependencia) con todos. Es una definición posible de ciudadanía social. Es asimismo una formulación sociológica de lo que en términos políticos se denomina una democracia.
Se sabe que desde hace un cuarto de siglo ese edificio de protecciones montado en el marco de la sociedad salarial se ha fisurado, y que sigue resquebrajándose bajo los golpes propinados por la hegemonía creciente del mercado. La profundidad y el carácter irreversible de estas transformaciones hacen que resulte imposible mantener sanos estos dispositivos. Pero la amplitud de los cambios señala también hasta qué punto es urgente intentar  reorganizarlos en la coyuntura nueva y tomarse en serio aquello a lo que conduciría su abandono. Al no tener recetas milagrosas que proponer, me esforcé sobre todo por precisar las líneas de fractura que hoy rediseñan la configuración de las protecciones hasta amenazar con cuestionar la posibilidad de seguir conformando una sociedad e semejantes. Para decirlo, en fin, de modo sintético, me parece que el desafío principal de la problemática de las protecciones sociales se sitúa hoy en la intersección del trabajo y el mercado. Se puede comprender a partir de la cuestión central que planteaba Karl Polanyi y que sigue siendo de candente actualidad: ¿se puede (y si sí, en qué medida y cómo) domesticar el mercado? En efecto, como se destacó al recordar el rol desempeñado por la propiedad social en la construcción de una sociedad de seguridad, fue cierta domesticación del mercado lo que, en gran medida, permitió vencer la inseguridad social. Y es también por supuesto cierta remercantilización del trabajo la principal responsable del alza de esta inseguridad social a través de la erosión de las protecciones que estaban ligadas al empleo, con la consiguiente desestabilización de la condición salarial.
Sin embargo, estas constataciones no deben conducir a la condena del mercado. “Condenar el mercado” es una expresión que por otra parte no tiene estrictamente ningún sentido. Centralidad del mercado y centralidad del trabajo son las características esenciales de una modernidad en la cual siempre estamos, aunque sus relaciones se hayan transformado profundamente desde que Adam Smith las afirmara simultáneamente. Probablemente estemos asistiendo al desarrollo de experimentos sociales interesantes que se inscriben en los márgenes o en los intersticios de la economía mercantil. Pero está descartado, y aún diría que no es deseable, que puedan representar una alternativa global a la existencia el mercado. Una sociedad sin mercado sería, en efecto, una gran Gemeinschaft, es decir, una manera de hacer sociedad cuya historia, tanto antigua como reciente, nos muestra que ha sido estructurada generalmente por relaciones de dominio despiadadas o por relaciones paternalistas de dependencia humillantes. Suprimir el mercado representa una opción propiamente reaccionaria, una suerte de utopía al revés, de la que Marx ya se burlaba al evocar “el mundo encantado de las relaciones feudales”. No hay modernidad posible sin mercado.

Entonces la cuestión es saber si es posible ponerle límites a la hegemonía del mercado: controlar o canalizar el mercado. Fue lo que se hizo  en el marco de la sociedad salarial gracias a esta gran revolución silenciosa que representó la constitución de la propiedad social, fruto de un compromiso entre el mercado y el trabajo bajo la égida del Estado. Ni el mercado ni el trabajo ni el Estado tienen hoy la misma estructura, pero la cuestión de su articulación se plantea siempre. Al trabajo devenido móvil y al mercado devenido volátil debería corresponder un Estado social devenido flexible. Un Estado social flexible y activo no es una simple fórmula retórica, sino la formulación de una exigencia (que no implica la certeza de su realización): más que nunca es necesaria una instancia pública de regulación para enmarcar la anarquía de un mercado cuyo reino sin rival culminaría en una sociedad dividida entre ganadores y perdedores, ricos y miserables, incluidos y excluidos. Lo contrario de una sociedad de semejantes.

Enfrentar las inseguridades es combatir a la par la inseguridad civil y la inseguridad social. Hoy en día existe un amplio consenso respecto de que, para asegurar la seguridad civil (la seguridad de los bienes y de las personas) se requiere una fuerte presencia del Estado: hay que defender el Estado de derecho. Lo mismo debería suceder para luchar contra la inseguridad social: habría que salvar el Estado social. En efecto, no puede existir una “sociedad de individuos”, salvo que estén divididos o atomizados, sin que los sistemas públicos de regulaciones impongan, en nombre de la cohesión social, la preeminencia de un garante del interés general sobre la competencia entre los intereses privados. Esa instancia pública – más bien habría que decir esas instancias, centrales y locales, nacionales y transnacionales – debería encontrar su modus operandi en un mundo marcado por el doble sello de la individualización y  de la obligación de movilidad. Es lo menos que se puede decir sobre ella, lo que no es poco, pues estamos acostumbrados a pensar los poderes del Estado a través de grandes reglamentaciones homogéneas que se ejercen en un marco nacional. Pero es quizá la única respuesta ajustada, en la coyuntura contemporánea, a la pregunta “¿qué es estar protegido?”.

Notas:
(1)  Saint-Just, Fragments sur les institutions républicaines, (Euvres complètes, París, C. Nodier (1831), 1984, pág. 969.
Robert Castel, sociólogo y activista social francés, fue director de estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de Francia y autor, entre otros libros, de Las metamorfosis de la cuestión social (Paidos 1997) y La inseguridad social ¿Qué es estar protegido? (Manantial 2001).
Fuente:
www.sinpermiso.info, 24 de marzo 2013

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