Émile Durkheim fue parte de una generación que vivió la guerra franco-prusiana y la Comuna de París. Supo leer cómo los motivos de la Revolución de 1789 se repetían a lo largo del siglo XIX y confió en que la ciencia podía revisar esa recurrencia para evitarla.
En ese marco sostuvo que los grupos sociales son algo diferente a la mera suma de las individualidades que los conforman. En otras palabras, si el todo es más que la suma de las partes, es posible una ciencia nueva que lo estudie más allá de los aportes que pueda ofrecer la psicología. Por entonces, las multitudes corporizaban ese fenómeno y eran vistas tanto con temor como con fascinación, por parte de políticos y científicos. Durkheim evitó ambas actitudes. Hizo de la sociología la ciencia que estudia esos hechos que se producen en y por los grupos, con autonomía relativa de sus miembros: los hechos sociales. 
Ahora bien ¿por qué seguir pensando con Durkheim? Probablemente porque desde fines del siglo XIX, su sociología propuso una mirada para explorar ciertos fenómenos sociales que marcaron las centurias siguientes. El primero de ellos fue el impacto de los cambios que trajo consigo el mundo industrial y capitalista. Con éste han quedado atrás las semejanzas que nos unían en comunidad, para abrirse paso un universo de progresivas diferencias: la moderna sociedad. Esas diferencias se han desplegado gracias a la creciente división del trabajo, fenómeno que nos vuelve tanto más interdependientes, aún cuando podamos distinguirnos cada vez más entre nosotros. 
En segundo lugar, esa heterogeneidad social trajo consigo dificultades, cuyo síntoma Durkheim avizoró en el crecimiento patológico de las tasas de suicidio en la Europa de entonces. Lejos de reducirlo a un fenómeno psicológico de índole meramente individual, le reconoció causas sociales: las dificultades que las sociedades tienen para regular la vida colectiva y estimular la integración de sus miembros. Para paliar sus nocivos efectos lo mejor era recrear el protagonismo de los grupos profesionales. Desde asociaciones de trabajadores hasta sindicatos, estos grupos podían integrar y contener de manera ciertamente más eficaz, la heterogeneidad que el mundo del trabajo sembraba entre las personas. En ellos vio una correa de transmisión para nutrir la democracia, a la que consideraba la forma de gobierno más acorde a nuestra época. En ella es donde el Estado mejor puede pensar a la sociedad y clarificar a sus ciudadanos la lógica de los procesos sociales que su espontaneidad no revela. Gracias a esa comunicación, el ciudadano puede comprender la razón de ser de las leyes que rigen la vida colectiva, pensando la libertad como la conciencia de los límites que acarrea saberse partícipe de una colectividad. La sociología ayudaría al Estado para que esa conciencia se forje desde la infancia en las aulas.
Finalmente, Durkheim advirtió que la vida colectiva no puede recrearse si no es a partir de un magma de creencias y representaciones comunes, cuya existencia es imposible sin que se desplieguen ciertas formas de lo religioso. Con independencia de la verdad o falsedad que encierren, las religiones ofrecieron y ofrecen una explicación del mundo que hace que los individuos actuemos colectivamente en él; nos mueven a la acción. No casualmente, en sus últimos textos, Durkheim gustaba decir, matizando enunciados previos, que la sociedad existe cuando los individuos actúan en común. En un tiempo como el nuestro, de virtualidades y posverdad, de mutación de los fenómenos religiosos y políticos ¿qué creencias nos llevan a actuar conjuntamente?, más aún, ¿qué es actuar en común? Si Durkheim no nos calma hoy con sus respuestas, sin duda nos inquieta ayudándonos a renovar el horizonte de nuestros interrogantes.

Pablo Nocera: Docente - Investigador Carrera de Sociología (UBA)
Fuente:Pagina/12