viernes, 2 de agosto de 2013

El mercado: más que un idilio, una realidad


 


Por Gustavo Perilli


Mercado es sinómino de realización de compras y ventas celebradas en la más absoluta libertad individual. Por el contrario, "intervención del Estado" implica discrecionalidad de las autoridades para corregir y determinar valores de variables consideradas clave (tipo de cambio y tasas de interés, por ejemplo), en función de lo que se cree necesario para el conjunto de la sociedad. Para quienes idealizan el funcionamiento del mercado, la "intervención" es "mala palabra" porque genera daños que, tarde o temprano, contaminan la estructura productiva y el proceso de generación de incentivos e implantan "un caldo de cultivo" para ciertas formas de inflación, desempleo o ambos fenómenos al mismo tiempo (estanflación). Mediante el mecanismo de mercado, según creen, productores y compradores obteniendo ganancias en libertad "derraman" beneficios al resto de la sociedad pese a que, posiblemente, no todas las transacciones (compras y ventas) se realicen en función de los planes. Cuando esto ocurre, lejos de generar pesimismo y desaliento, sus adeptos consideran que introducen aprendizaje y mejoras competitivas. El mercado, al establecer precios, también selecciona participantes (o sea, raciona).
Quienes adhieren a la noción de mercado a rajatabla suponen, por ejemplo, que 1) cada trabajador recibe vía salarios exactamente el valor de su esfuerzo (le pagan su producto marginal), 2) la desocupación depende de la voluntad del trabajador (el que no trabaja es porque no quiere), 3) el equilibrio es una condición natural del sistema económico al que se arriba si no existiera intervención alguna (equilibrio macroeconómico todo el tiempo) y 4) las crisis son pasajeras si se dejara actuar a las fuerzas del mercado (pleno empleo). Así pues, el mercado premia a quienes producen de la manera menos costosa (minimizan costos) y venden competitivamente (maximizan beneficios) y a los consumidores que valoran más la producción de bienes (tienen una mayor disposición a pagar). Competencia, eficiencia y productividad, constituyen definiciones troncales del mercado en las que, por ejemplo, se fundaron los programas económicos que, paradójicamente, vieron la luz en la Argentina durante los meses de abril de 1976 y 1991. En aquellos tiempos, si bien la configuración macroeconómica se prestaba para "el negocio redondo" y el endeudamiento público, el complemento de la apertura comercial y financiera poseía una ferviente creencia que el mercado todo lo resolvía: las importaciones introducirían competencia a la industria nacional (recuerden el aviso de las sillas), mientras que los ingresos de capitales reducirían el costo del crédito (tasas de interés). Lamentablemente, ese vuelco hacia el mercado provocó quiebras (reconversiones y fusiones, en términos técnicos) y burbujas financieras que generaron confusión porque los individuos empezaron a planificar en función de un elevado ingreso en dólares que, teóricamente, se mantendría en el tiempo (se endeudaron y la economía se dolarizó inconsistentemente). Prescribir "mercado" sin tener en cuenta las distintas estructuras productivas (y empresarias) y las disímiles idiosincrasias debería ser mala praxis, al tiempo que pensar que todo se resuelve vía mercado (en la Argentina, por ejemplo), es una de las falacias más groseras que circulan, especialmente, en los ámbitos bursátiles y financieros.
A nivel internacional, ello también sucede y se cuestiona. Cuando en Estados Unidos y la Eurozona se subsidia la producción agropecuaria (para subir artificialmente el precio de los sectores agrícolas ineficientes), se adquieren bancos en las crisis, se buscan beneficios económicos en el mundo emergente vía "diplomacia" y la presión de la mayoría en los directorios de los organismos multinacionales y se orquestan invasiones para destruir "armas de destrucción masiva inexistentes", tácitamente se está reconociendo que el mercado no es más que un artilugio útil y acomodaticio que sólo resulta interesante para esgrimir ensayos pedagógicos en los cursos de las universidades.
Además, el mercado recomienda y reprime. Tiempo atrás, el premio Nobel de economía Paul Krugman, publicó una nota periodística con el sugestivo título de "el mercado habla". ¿El mercado habla? Si, Krugman sostiene que sus sermones deben ser escuchados por parte de la política económica si estuviera planificando controlar precios, tasas de interés o tipos de cambio, por ejemplo, bajo la amenaza de sufrir sendos ataques especulativos. Krugman afirma literalmente: "Tenemos ante nosotros a unos sacerdotes (sus impulsores) que exigen sacrificios humanos para apaciguar a sus dioses iracundos, pero que en realidad no saben a ciencia cierta qué es lo que esos dioses realmente quieren y simplemente están proyectando sus propias preferencias a la supuesta mentalidad del mercado". Tal como sucede en América Latina, Krugman indica que la dirección del mercado la inducen empresas y grupos económicos que manejan precios y cantidades a discreción, antes que una atomización difusa de individuos interactuando del modo que se describe en la teoría. En otra de sus publicaciones, con contenido profundo ya desde su título, "beneficios sin producción", Krugman resalta que "la economía se ve afectada cuando los beneficios reflejan más el poder que la producción". Afirma que si los monopolios (u oligopolios) obtienen elevadas ganancias, no tienen incentivos para invertir y producir, lo cual reduce el salario y la rentabilidad de la inversión.
En otras palabras, si el producto anual de una economía se distribuye entre empresarios, rentistas y asalariados (todos los que lo generan) y si se incrementan las ganancias de los primeros sin producir más o, lo que es lo mismo, sin contratar trabajadores, ni hacer inversiones, el resto de los participantes se perjudicará y quedará rezagados en la "distribución del ingreso". En paralelo, el premio Nobel Joseph Stiglitz ubica a las fuerzas abstractas del mercado como causantes de desigualdad (ver "The price of inequality: how today’s divided society endangers our future", 2012. W.W. Norton) y de traslados de ingresos desde trabajadores corrientes a banqueros bajo distintos mecanismos que en su obra explica detalladamente. Stiglitz, en coincidencia con Krugman, asocian al funcionamiento del mercado y sus temibles imperfecciones con el deterioro del bienestar de los trabajadores estadounidenses, situación que si se la ensaya en América Latina, desde varios puntos de vista, nos debería poner "los pelos de punta". Recientemente, el mercado entronizó a Brasil y ahora lo castiga vía salidas de capitales. En la Argentina, desde la proliferación de los saladeros en el siglo XIX, el nacimiento y la expansión de la industria un siglo más tarde y en la actualidad, los sucesos que relatan Krugman y Stiglitz brotan a borbotones pero, a diferencia de los Estados Unidos, en nuestras tierras siempre la responsabilidad es sólo del Estado, especialmente cuando la inflación y el desempleo ahogan el bienestar social.
Fuente: Infobae

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