viernes, 9 de enero de 2015

¿Choque de civilizaciones o crisis europea?


La masacre en la redacción de Charlie Hebdo es presentada como un capítulo más de una guerra mundial entre el bien y el mal, la democracia y la brabarie. Sin embargo, el atentado deja expuesta la crisis de identidad al interior de la sociedad francesa, así como el efecto boomerang de la política exterior de Europa contra los países del Medio Oriente.


Casi sin excepción los medios de todo el mundo esparcen la misma interpretación:  el asesinato de doce personas en la redacción del semanario parisino Charlie Hebdo es un nuevo capítulo del choque civilizatorio entre Occidente y el Islam, entre la Democracia y la Barbarie.

Esta interpretación, aunque esquemática, permite que cada uno se acomode según su gusto ideológico: los hay quienes piden una devolución guerrera en términos de ojo por ojo, como quienes explican magnánimos que los grupos extremistas apenas representan una ínfima porción de la comunidad musulmana.

Ambas opiniones, sin embargo, comparten la misma matriz: se trataría de un conflicto donde la sociedad francesa, y por extensión la europea, fue víctima de un ataque externo, de un “otro” barbárico, incomprensible, ajeno.

¿Es correcto este enfoque? Volvamos sobre la escena del crimen. Según la información que brinda la misma policía francesa, quien comandó el ataque fue Chérif Kouachi, un joven de 32 años, nacido y criado en París. Un ciudadano francés matando a otros ciudadanos franceses. Este dato, más allá de cualquier otra interpretación, obliga a pensar a la matanza como parte de un problema al interior de la sociedad francesa. Por la sencilla razón de que quien perpetró la matanza nació, fue educado y se socializó al interior de esa sociedad.

Sigamos un poco más con la biografía del supuesto autor de la matanza: un video que circula por estas horas en la web, producido por el canal France 3 en el 2005, muestra a Chérif, que en ese entonces tenía 22 años, como un joven rapero de la periferia parisina. El contexto social de la época no es para nada aleatorio: ese mismo 2005 quedó surcado como el año de las grandes revueltas de jóvenes desclasados (ya sea por su origen social, étnico o religioso) quienes mostraban su inconformidad con el lugar que Francia reservaba para ellos. En el día más álgido de los disturbios 1.295 automóviles ardieron en el cinturón citadino de París. Probablemente, Chérif, que por entonces no tenía el extremismo islámico como brújula sino la música ni siquiera haya participado de esas protestas, aunque probablemente su entorno familiar y de amistades no estuvo ajeno a ellas. Como sea, la respuesta del Estado no fue tolerante ni democrática: en medio de la convulsión callejera el por entonces ministro de Interior, Nicolás Sarkozy, los catalogó públicamente “escoria”.

Según consignan los propios medios franceses, tres años después, en el 2008, Chérif inició sus contactos con células terroristas activas en Irak y Siria, que buscaban reclutar jóvenes del Primer Mundo para combatir en Medio Oriente.

Como reconoció el sociólogo francés Alain Tourine en una entrevista en radio Nacional Rock este jueves, más de mil jóvenes franceses pasaron a enrolar las filas yihadistas en los últimos tiempos. Una cifra de esta envergadura elimina cualquier argumento de “locos sueltos”, o casos de patología individual asesina: algo anda mal en la sociedad francesa, por la cual cientos y cientos de jóvenes nacidos y criados allí abandonan la tierra de la “libertad” y la “democracia” para adentrarse en las entrañas del monstruo pre moderno coránico. ¿Será que no todos pueden disfrutar de la misma libertad? ¿Será que no todos son iguales en la Francia actual de la austeridad económica y la xenofobia racial y religiosa?

Para mirarlo de la manera más microsociológica posible: algo no está bien entre los vecinos de París que resuelven sus diferencias religiosas y culturales mediante el uso de Kalishnikov. Porque, aunque parezca extraño, el exquisito caricaturista Stephane Charbonnier y el ex rapero convertido al fanatismo islámico Chérif Kouachi, vivían en la misma ciudad.

Claro, resulta más tranquilizador responder que se trata de una “contaminación” externa. Sin embargo, todo apunta al corazón de las sociedades europeas, por más que en estas horas sus líderes políticos insistan en arrojar el problema fuera de su cancha.

Las agencias internacionales de noticias consignan a los hermanos que comandaron el ataque a Charlie Hebdo como de nacionalidad “franco-argelino” aunque, como marcamos antes, se trata de dos ciudadanos francés, a secas, nacidos y criados en el país galo. Podría pensarse como una discriminación particular, entendible ante la conmoción de la matanza, pero no. En Francia, como en otros países europeos, tener la ciudadanía legal no implica tener la ciudadanía cultural, identitaria. En general, este último título es reservado para los franceses “puros”, aquellos que pueden ostentar largas genealogías en la tierra del vino y los quesos, excluyendo quirúrgicamente a quienes llegaron en las oleadas migratorias del siglo XX que, dicho sea de paso, están directamente vinculadas con el pasado colonialista de Francia

Que se trata de un conflicto nacional -aunque con obvias y notorias conexiones con dinámicas internacionales, entre ellas el llamado “terrorismo internacional”- lo demuestra la reacción de la propia clase política, inmediatamente después del crimen.
Marine Le Pen, líder del ultraderechista Frente Nacional, el mismo día del atentado, salió a pedir un referéndum para establecer la pena de muerte. En su país. Se podría decirse lo mismo que se dice de los fanáticos religiosos respecto del Islam: es una pequeña minoría que no representa el sentir del conjunto de los franceses. Ya no. Marine Le Pen ganó las elecciones europeas de mayo pasado, y hoy, según todas las encuestas, ganaría  las elecciones generales para elegir gobierno.

El brutal asesinato a los periodistas de la revista satírica debería invitar a una sociedad democrática y con diversidad de opiniones a preguntarse cómo llegó hasta este punto. En vez de acentuar la “otredad” simplona descargando las culpas sobre una vaporosa “barbarie”, ensayar un curso acelerado de introspección sobre la propia “civilización”. Claro, no es sencillo: Francia tiene una larga tradición en realizar una operación político ideológica por la cual convierte en un conflicto “externo”, lo que en verdad está ardiendo sin solución dentro suyo. Cuidado: no se trata de decir que los franceses son igual de bárbaros que los musulmanes. Se trata de entender que existe un problema social, político, económico y, en último término, religioso al interior de las sociedades europeas, y no fuera de ellas, en algún “oscuro rincón del mundo”. El problema está en Europa.

Ese problema puede resumirse en el histórico problema “nacional”, por el cual sociedades como la francesa construyen una identidad excluyente, refractaria a incorporar de manera plena a nuevos contingentes poblacionales, manteniendo así una separación y segregación cultural y social impropia de un país que se ve a sí mismo como plural y democrático. La existencia de esa deriva nacional excluyente puede fácilmente corroborarse en el comportamiento electoral reciente de franceses, ingleses o alemanes, que en un contexto de crisis económica como el actual terminan volcándose por opción de extrema derecha, como el caso del Frente Nacional, o el UKIP en el caso de Gran Bretaña. E

Finalmente, también hay una “conexión” externa, si se comprueban los lazos con grupos terroristas de Medio Oriente de los jóvenes franceses que realizaron la masacre. Pero esa conexión con el terrorismo internacional no queda tampoco ajena a decisiones políticas tomadas por los gobiernos del Primer Mundo. Desde la primavera árabe de 2011, hubo una destrucción sistemática de los estados en el norte de África y la península arábiga. Libia, Irak y Siria son territorios caotizados, donde ISIS siembra el terror y realiza propaganda viral en Internet para que nuevos contingentes de jóvenes europeos se sumen a sus filas. En el caso de Libia, la participación francesa en el derrocamiento de Kadafi fue directa e inocultable. El gobierno de Kadafi no fue remplazado por una democracia ejemplar, sino por la destrucción del país, a partir del cual creció la influencia del islamismo extremista que, de modos brutales, impone un orden donde los europeos dejaron caos.

Lo que pasó en las oficinas de Charlie Hebdo no fue un ataque “externo”, sino un hecho brutal, asesino y extremista que, lamentablemente, también refleja a parte de la sociedad europea. Una sociedad donde, desde ya, también existen valores y fuerzas democráticas y libertarias. Ojalá, por el bien de Europa y del mundo, ganen los segundos.
Fuente:Telam

martes, 6 de enero de 2015

El año de la montaña rusa


El 2014 fue un año de transformaciones intensas para el mundo, resumidas en el retorno de una palabra que parecía un fósil conceptual: la geopolítica. Y en este sentido, el retorno de Rusia -no exento de complejidades y posibles retrocesos- ilustra como ningún otro acontecimiento la nueva coyuntura internacional.


En febrero de 2014, Vladimir Putin inauguró los Juegos de Invierno en la ciudad balnearia de Sochi. La fiesta deportiva metaforizaba el retorno de Rusia como potencia mundial. Un tiempo antes, se supo que la economía de la ex URSS había logrado superar, por primera vez en décadas, a la locomotora alemana, ubicándose como la quinta más grande del planeta y la primera de Europa. Rusia ya había sorprendido a la diplomacia internacional cuando en el 2013 frenó en seco lo que para todos ya era un hecho consumado: el bombardeo norteamericano sobre Siria. El gobierno de Putin intervino directamente a través de Serguei Lavrov, ministro de Relaciones Exteriores, quien se entrevistó con el Secretario del Departamento de Estado, John Kerry. En cuestión de horas, el bombardeo mutó en una negociación para que el régimen de Al Assad se desprenda de su arsenal químico. Había (re) nacido un poder de veto desconocido para cualquiera que haya crecido después de la década del 80.

Así las cosas, a comienzo de 2014 el retorno de Rusia como actor político de primer nivel ya era un dato de la realidad. El sustento material fueron los años de una economía pujante, en un contexto donde las del Primer Mundo atravesaron crisis, depresiones o bajos crecimientos. Al calor de ese contexto, a mediados de julio tuvo lugar una nueva reunión de los Brics, donde las potencias emergentes dieron un paso clave al crear el Nuevo Banco de Desarrollo. Una década de crecimiento, aumento de los precios de algunas materias primas y la inversión de esa renta extraordinaria en los propios países y mercados internos había cambiado el mapa económico del mundo.

Sin embargo, el año ruso sería largo y complejo. En diciembre de 2013 habían comenzado las protestas en Ucrania contra el gobierno de Viktor Yanucovich en la plaza central de Kiev. Más allá de las acusaciones hacia el Presidente, lo cierto es que estas movilizaciones de los sectores medios de la capital ucraniana buscaban un objetivo concreto: ingresar a la Unión Europea. Ese objetivo se complementaba perfectamente con los intereses norteamericanos de arrebatar a Ucrania de la esfera de influencia rusa. Es parte de un ruta que ya había ensayado para otras repúblicas ex soviéticas como Lituania, Letonia y Estonia. Todas ellas incorporadas a la OTAN hace más de una década. Lo mismo que ocurrió con Polonia.

Pero a diferencia de esas experiencias, esta última “revolución de colores”, si bien derribó al gobierno pro ruso en Ucrania en pocas semanas, no logró mantener unido al país. En marzo la región de Crimea, de históricos lazos con Rusia realizó un referéndum donde el 96% de los votantes eligió incorporarse a la Federación Rusa y abandonar a la occidentalizada Ucrania. Al mismo tiempo, vastas regiones del este del país eligieron gobiernos autónomos, bajo la forma de “repúblicas populares”, que desconocieron al gobierno central de Kiev. El empate de fuerzas, tanto internas como externas, llevó a la partición del país en dos.

El 17 de julio, en medio de las disputas por el control territorial en el país, fue derribado un avión comercial de Malasya Airlains, en la región de Donetsk, una de las república populares pro rusas. Murieron 283 pasajeros y 15 tripulantes. Al día de hoy no se conocen culpables oficiales por el derribo, pero se trató de un punto de inflexión: desde ese momento, Occidente puso al gobierno de Putin como parte de un eje cuasi terrorista, y se multiplicaron las sanciones económicas tanto de la Unión Europea como de Estados Unidos.

Una de cal y una de arena: el 20 de mayo se conoció el acuerdo entre Gazprom y National Petroleum Corporation, por el cual Rusia se comprometió a suministrar gas a China por tres décadas. El acuerdo entre ambas empresas estatales representa algo así como el 20% de todo el gas que hoy Rusia le vende a Europa. Lo más importante es el sentido estratégico: el acuerdo supone la creación de un polo productivo-comercial en Eurasia sobre el cual las potencias occidentales no tiene voz ni voto. 

Sin embargo, a partir de septiembre, el precio del petróleo cayó de su nube especulativa, a velocidad sónica. Las cuentas rusas sintieron el impacto: ahora deben absorber un barril de petróleo que perdió casi el 50% de su valor. Las exportaciones de energía representan el 70% del total de las divisas que ingresan al país. La dependencia de los commodities es una debilidad estructural, común a casi todos los “emergentes”.

Todo parece indicar que Rusia está “pagando” la irrupción en la escena internacional que había logrado plasmar en el 2013. Estados Unidos y Europa, a quienes la debacle soviética de 1991 les permitió llevar su influencia militar y política hasta las puertas de Rusia -amén de imprimir su sello cultural e ideológico urbi et orbi- parecieron durante 2014 dispuestos a impedir que Putin consolide la recuperación de su país como potencial regional y mundial. Al menos en parte, el plan parece haber funcionado.

Más allá de las desventuras de Rusia y Putin por estos días, el 2014 trajo el retorno de la geopolítica, que puede pensarse como el retorno de los conflictos entre Estados nacionales por intereses más o menos visibles y un retroceso de las luchas “inmateriales” de años atrás, como la “democracia”, la “libertad” o el “libre mercado”, o en su variante pos 11/9, el choque de “culturas” y “civilizaciones”.

Desde ya, no se trata de un retorno al siglo XX. Esos intereses nacionales en pugna aparecen hoy sobre un telón de fondo común a todos. Lo podemos llamar capitalismo o sistema-mundo, pero sin dudas fija reglas generales: nadie está exento a los vaivenes del mercado mundial, por ejemplo. Y, al mismo tiempo, permite jugar con mayor libertad a los países: los estados nacionales también participan del “libre mercado”, negociando entre sí con sus fuerzas dispares, pero sin bloques de pertenencia, que “monopolizan” su juego diplomático.  El año ruso, más que un deja vú nostálgico, fue una ranura por donde pispear de qué va el siglo XXI.
Fuente:Telam

lunes, 5 de enero de 2015

Ayacucho, fin y principio


En diciembre de 1824 la batalla de Ayacucho significó el final de la guerra de independencia americana. Soldados de toda la América del Sur formaron ese día bajo el mando del general Sucre. La jornada de Ayacucho fue y es un símbolo clave para la región.

El sol en lo alto, la hora sin sombra, y ya ha pasado el mediodía. Los oficiales del Ejército Libertador llegan a la cima del Cerro Condorcunca, que esa misma mañana era sede del mando enemigo. Gritan y saludan con sus gorras. El triunfo es suyo, vencieron al Ejército Real. El virrey del Perú, José de La Serna, ha sido herido y es su prisionero. La victoria es total y no hay modo de invertir el resultado: el dominio español en Sudamérica terminó, subsisten pequeños baluartes que caerán en los dos años siguientes. Las tres horas de combate encarnizado a 3400 metros de altura, ese 9 de diciembre de 1824, se convierten así en un episodio crucial de la historia americana. La última gran batalla, la decisiva, la que concluye con quince durísimos años de guerra. Ayacucho.

Hace tiempo se sabía que el destino del conflicto estaba en el Perú, el principal bastión realista. En 1820 José de San Martín había tomado las zonas costeras incluyendo Lima y había declarado la independencia del país. Pero los realistas se hicieron fuertes en la sierra y trasladaron la capital al Cuzco. Para 1822, la imposibilidad de las fuerzas sanmartinianas de vencerlos llevó a los independentistas a solicitar el auxilio de Simón Bolívar (San Martín había perdido el apoyo del Río de la Plata, donde había caído el gobierno central, y a esa altura contaba con poca ayuda chilena). Bolívar se encontraba al mando de la recién creada república de Colombia -hoy recordada como “Gran Colombia”, con un territorio que incluía el de cuatro países actuales- y de un ejército poderoso que había triunfado en todo el norte de Sudamérica. El Libertador caraqueño llegó al Perú y se le sumaron el ejército local y los restos de las tropas de San Martín.

A mediados de 1824 Bolívar marchó hacia la sierra, donde los realistas eran fuertes, pero aprovechó sus enfrentamientos internos: el general Pedro Olañeta encabezaba un foco de poder realista alternativo desde Potosí y su perfil absolutista lo oponía al liberal del virrey La Serna, quien se vio obligado a enviar tropas para enfrentarlo militarmente. Justo en ese momento se produjo la ofensiva de Bolívar y su triunfo en agosto de 1824 en la batalla de Junín. Cuestiones políticas obligaron al Libertador a volver a Lima, por lo cual dejó al general Antonio José de Sucre al frente del ejército. El virrey La Serna salió a enfrentarlo y tras varias marchas y contramarchas se toparon en Ayacucho.

Eran casi 5800 efectivos los de Sucre. “Estaban reunidos hombres de Caracas, Panamá, Quito, Lima, Chile y Buenos Aires”, relató el general inglés William Miller, quien combatió en el ejército peruano; “hombres que se habían batido a orillas del Paraná, en Maipú, en Boyacá, en Carabobo, en Pichincha y al pie del Chimborazo”. También había europeos provenientes como él mismo de las guerras napoleónicas, “que habían combatido a orillas del Guadiana y del Rin, y que presenciaron el incendio de Moscú y la capitulación de París” antes de emplear sus espadas en América. Ochenta miembros de esa fuerza eran granaderos a caballo que habían hecho todas las campañas de San Martín, ya viejos guerreros.

Hasta el final, la guerra de la independencia fue también una guerra civil: antes de la batalla hermanos y parientes que peleaban para los distintos bandos se saludaron en terreno intermedio por si morían en el lance.


Las tropas realistas, unos 9000 hombres, eran mucho más numerosas. Había varios españoles pero sobre todo peruanos y altoperuanos. Hasta el final, la guerra de la independencia fue también una guerra civil: antes de la batalla hermanos y parientes que peleaban para los distintos bandos se saludaron en terreno intermedio por si morían en el lance, que fue muy sangriento; unos mil hombres perdieron la vida en la jornada. Sucre eligió una buena posición para defenderse del ataque realista, hizo avanzar a las tropas en perfecto orden y dispersó al enemigo. En la siguiente capitulación se rindieron todas las fuerzas del Ejército Real.

Ayacucho… la noticia generó celebraciones en toda América, calles y localidades adoptarían su nombre. En España tuvo también un rebote: varios oficiales derrotados ese día llegaron a los primeros planos políticos años después y fueron llamados “los ayacuchos”.

La batalla abrió un período en el cual muchos dirigentes americanos se convencieron de que su continente era una tierra de libertad, republicana, superior a una Europa despótica y monárquica; tendencia efímera que dejaría su lugar a un férreo europeísmo civilizatorio, no muchos años más tarde. Asimismo, Ayacucho marcó simbólicamente el definitivo comienzo de la compleja construcción de nuevos Estados donde había existido el imperio español.

Ese desarrollo estuvo amparado, con muchísimos matices, por el proyecto liberal, y en varios lugares terminó dando paso a una mayor presencia pública de las masas. Para el Centenario de Ayacucho, uno y otra fueron rechazados por diversos intelectuales y políticos, y otra vez el nombre de la batalla se asoció con final y comienzo. Las palabras de Leopoldo Lugones en su famoso discurso al ser invitado a la conmemoración del combate en Lima, en 1924, son el símbolo del giro: “el sistema constitucional del siglo XIX está caduco”, afirmó, “el ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica”… Efectivamente muchos cambios se avecinaban en América.

Hoy aquella batalla, en este tiempo de bicentenarios que terminará en una década con el de ella, puede ser uno de los símbolos de un nuevo giro. Lejos de un “patriagrandismo” ingenuo, el de las posibilidades de pensar en términos concretos proyectos de integración continental, democráticos y populares, en los cuales la identidad americana, como entonces, incorpore a las otras, sin anularlas. “¡Viva toda la América redimida!”, arengó Sucre a sus tropas antes de la lucha, esa mañana en la pampa de Ayacucho.
Fuente:Telam